El solo hablar de un sismo de 7,3 grados en la escala de Richter produce miedo y dibuja un panorama de graves consecuencias humanas y materiales. Más si este ha sacudido a Haití, como ocurrió el martes, donde, por haber quedado incomunicado, aún no se conoce la verdadera magnitud del desastre, pero se comienza a vislumbrar una tragedia mayúscula. El primer ministro, Jean Max Bellerive, dijo ayer que podrían llegar a ser más de 100.000 los muertos. Y se calculan en 3 millones los damnificados. Todo apunta a un desastre posiblemente sin precedentes en América.
La naturaleza no discrimina entre países ricos y pobres, pero en desgracias como esta se piensa si a veces no se ensaña con los pueblos más desfavorecidos y desprotegidos, donde las tragedias tienen connotaciones más dramáticas. El histórico Haití, en el Caribe, es una de las naciones más pobres del mundo, con la renta per cápita más baja de América. Con unos 9 millones de habitantes, cerca del 80 por ciento viven en la pobreza. Es el país número 150 entre 177 clasificados por la ONU.
Esa población de afrodescendientes en su mayoría, que ha pasado por muy difíciles situaciones políticas, ha sido ya golpeada por las tragedias, como con el paso de huracanes tremendos. Ahora, la misma gente es sacudida brutalmente por el terremoto que semidestruyó a Puerto Príncipe, su capital.
El blanco palacio de gobierno se derrumbó, aunque, por suerte, el presidente, René Préval, y su esposa se salvaron. También, según se informa, cayeron varios ministerios y la sede de la ONU, donde funciona la Misión de Estabilización de ese organismo (Minustah), de la que hacen parte 17 países. Numerosos miembros de la corporación, de distintas nacionalidades, habrían perecido y otros están desaparecidos.
La catástrofe cada vez muestra un más tenebroso espectro. Se cree que unas 200 personas están bajo los escombros del hotel Le Montana, uno de los más famosos y lujosos de la capital. La Catedral y el arzobispado tampoco resistieron el terremoto. El prelado de la ciudad, monseñor Serge Miot, hace parte de la lista de fallecidos. Una lista larga, porque allí se fueron a tierra escuelas, hospitales, viviendas, edificios de oficinas... Además de que también Petionville, una ciudad en el sureste, a 27 kilómetros del epicentro del temblor, fue estremecida, en un periodo en el que aún hay muchos turistas en vacaciones.
Se encoge el alma al pensar el desastre que enfrenta Haití, que sigue soportando las constantes réplicas del sismo. De este martes a hoy, pasan de 24, no tan suaves, según el Instituto Geofísico de Estados Unidos (USGS, por su sigla en inglés.) Hay que pensar en ese país con sentido humano y solidario. Son estas calamidades las que ponen a prueba la hermandad de los pueblos. Del mundo entero, ricos y pobres. Especialmente los de América y los bolivarianos, que tienen una deuda histórica con Haití, cuyo primer presidente constitucional y protagonista de su independencia de Francia, Alexandre Pétion, le tendió la mano a Simón Bolívar en un momento de apremio, cuando debió huir de Venezuela y recibió apoyo económico y en armas, con la única condición de que el Libertador liberara a los esclavos.
Pero, por encima de este sentimiento, está el sentido humanitario, pues los hermanos haitianos necesitan desde un vaso de agua, un calmante para el dolor, una frazada, hasta fuentes de luz y de servicios sanitarios, que no obstante lo precarios, ahora han colapsado.
El presidente Obama y otros mandatarios ofrecieron ayuda, y debe materializarse. Como la de Colombia, que se une, como es natural, con ayuda humana, técnica y material por vía marítima y aérea. Es lo menos que pueden hacer todos los países que tengan medios, pues los pocos hospitales que aún quedan en pie no dan abasto.
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