En esto de la fecha hay discusiones múltiples e interminables, las mismas que existen sobre si fue Belén el lugar de nacimiento o Nazaret. No entramos en esa discusión porque es preciso partir de que los evangelios —los cuatro— son textos teológicos más que tratados científicos de una historia sistemática y rigurosa.
No hay duda de que Jesús el Cristo ha sido el personaje más importante de la humanidad y que referido a él sí se cumple en verdad la frase —ya de cajón— de que su presencia dividió la historia. En efecto hablamos de “antes de Cristo” y de “después de Cristo” (es cierto que otras culturas mantienen otro conteo de los años de la historia, entre ellos la israelita y la china), pero en la convención internacional predomina aquella convención de “a.c” y “d.c”, que por ninguno puede ser negada; quienes lo intentaron confirmaron con ello ser reyezuelos o tiranuelos o superficiales agentes de ideologías frágiles como el marxismo reeditado por la pretensión de Stalin de que el mundo comenzaba con el manifiesto comunista.
El evento que marca el cambio de era se centra en el nacimiento de Jesús el Cristo en Belén, actualmente Palestina. Se afirma allí que nació de María la Virgen y que desde entonces actúa en la historia de la salvación como Hijo de Dios y que es el Verbo hecho Carne y que desde entonces habita entre nosotros.
A partir de allí cambia la historia, sobre todo la del mundo en ese entonces sometido al influjo directo o indirecto del Imperio Romano y que hoy —luego de los procesos de invasión y de evangelización— compromete a las naciones marcadas por el influjo judeo-cristiano y en términos continentales a la gran América (la del Norte y la que llamaba Martí “Nuestra América”), a Europa, al mundo eslavo, al Medio Oriente, a buena parte del África y del Asia, sin olvidar igualmente que en la raíz del mundo musulmán está también como punto de importante referencia el nacimiento de Jesús.
El misterio de Belén
Esta importancia no fue siempre así de clara. De hecho está el bello testimonio de la basílica de Belén que alberga el sitio del nacimiento y que es uno de los testimonios mejor conservados e intocados del cristianismo, pues desde el siglo VI se conserva inalterada, ya que no fue destruida por los persas, que de paso bélico por allí —admirados— descubrieron en ella la representación pictórica de los Reyes Magos, que están vestidos a la manera persa y ellos creyeron que esa construcción con esas imágenes era un monumento a la gloria de su imperio y luego más tarde —en la actividad guerrera musulmana— fue respetada la construcción por estar ese lugar dedicado a María, a la que ellos igualmente profesan cierta devoción y respeto.
No fue preocupación de los sabios en teología y de los historiadores el evento del nacimiento del “Niño Dios” en el pesebre. Hasta el siglo XII las reflexiones doctrinales y las elaboraciones teológicas e históricas se centraban casi exclusivamente en la muerte y la resurrección del Señor Jesucristo. Más aún, los evangelistas Juan y Marcos, quienes no toman el episodio del nacimiento como sí lo hacen Lucas y Mateo en renglones de bella factura. De hecho, con la excepción de Jesús, que habla de cara a los doctores de la ley, su vida está cubierta por el silencio para aparecer en la plenitud de la edad en lo que se ha llamado la “vida pública”.
Existe una maravillosa documentación, hermosa y a veces novelesca, de la vida y acontecimientos de Jesús en los libros apócrifos que son de una enorme finura literaria pero que por algunas razones —que para este escrito no interesan— fueron desconocidos como auténticos.
La herencia traicionada
Sólo después del siglo XIII nació la preocupación por retornar a facetas olvidadas de la “Buena Nueva” a medida que va creciendo la descomposición social y de la organización eclesial, que a lo mejor —forzada por las circunstancias— optó por cumplir el segundo capítulo del alejamiento de su verdadero legado evangélico, ya que el primero había sido aquella oficialización producida por Constantino y el edicto de Milán al convertirla en religión oficial del Imperio.
No niega esta afirmación los grandes aciertos que de hecho se produjeron en la tarea pastoral, pero tampoco ignora los viceversas que llevaron a una decadencia tal que desfiguraron en gran modo la herencia de Jesús el Cristo, de Pablo de Tarso y de innumerables mártires. Sólo después del Concilio Vaticano I y con la pérdida de los Estados Pontificios comienza de nuevo la Iglesia una tarea de regreso a la pureza doctrinal —nova et vetera— que pasado el Vaticano II aún dura y ha producido grandes pontífices que van redescubriendo de nuevo la senda y releyendo adecuadamente los signos de los tiempos, buscando una presencia más auténtica de la Iglesia en el mundo.
La locura de San Francisco y el pesebre
Es entonces cuando en el siglo XIII surge la apasionante personalidad de Francisco de Asís, hijo de un rico caballero dedicado a la tarea de ser comerciante, joven que tenía las puertas abiertas del éxito social; varonil y agraciado, inteligente, además de que se da cuenta del mundo en que vive. Es consciente de la terrible distancia entre quienes todo lo poseen y aquellos que de todo carecen. Ve la insatisfecha llenura del potentado y las carencias de los pobres; siente que el rico Epulón deja caer sólo migajas y que de ordinario su generosidad se manifiesta mayormente cuando logra ganar y acumular más, pero no se mueve a colocar un nuevo asiento para que el pobre finalmente se siente a la mesa.
La crisis de conciencia llega con toda su fuerza. No fue Francisco el único que desafiando el poder habló claramente de los vicios de la sociedad y de su injusticia; muchos otros antes de él y luego otros, con él, denunciaron sin miedo las desviaciones de la sociedad y de quienes desde el interior de la iglesia debían ser modelos de fidelidad al mensaje evangélico y no lo eran. Entonces Francisco de Asís, escandalizado de su propia vida, la de los suyos y la del entorno de las gentes de su tiempo, reflexiona sobre el sentido de su vivir y al hacerlo se vincula a la reflexión del misterio de la encarnación; descubre en el Evangelio de Lucas y en el de Mateo cómo un Dios viene al mundo en condiciones absolutamente humildes y se deja entonces fascinar por el sentido auténtico de la pobreza, de la paz, de la libertad, del rescate de quienes son migrantes, pobres, indigentes y en general excluidos, que a partir de entonces son los hijos privilegiados de Dios.
Y es que Francisco se siente fascinado por la totalidad del evento, desde aquel canto extraordinario del Magnificat en el que María, al aceptar ser madre de Dios, lo será de aquel que humillará a los soberbios, derrotará a los poderosos, se solidarizará con los humildes y con los pobres (todo tipo de pobres) y abajará a los ricos y habrá de predicar en la plenitud de su docencia las bienaventuranzas, derrotará los privilegios y establecerá, al abatir la corrupción, un reino de justicia, de amor y de paz.
Francisco siente la vecindad entonces de su época con la época del nacimiento de Jesús el Cristo. Se entera, medita y encuentra la verdad social de los tiempos de Israel Por aquel entonces —según los cánones de la época— las divisiones de los grupos sociales eran enormes. Los pastores de los que habla el Evangelio que saludan al niño nacido son pobres de solemnidad. Ser pastor era pertenecer a un grupo de lo que hoy llamaríamos excluidos, ser reputado como ladrón, no ser aceptado como testigo y no tener derechos; ser pastor era ser un don nadie.
Fuera de los pastores están los agricultores que trabajan la tierra que es propiedad de otros a quienes pagan onerosos arriendos y son personas que a su vez alquilan fuerza de trabajo a quienes pagan salarios de hambre.
Pues bien, la visión de ese mundo la ve repetida en su época Francisco. Sin embargo, vayamos un poco más allá para tener la perspectiva de lo poco importante que es la tierra donde escogió nacer éste que va a revolucionar la historia de la humanidad.
La región donde va a nacer Jesús el Cristo no es en verdad importante. Fuera de los perfumes, de los bálsamos y de las palmas para fabricar una especie de vino —como lo dice Plinio el Viejo en su Historia natural—, la Judea no tiene una significativa vida económica. Habría que anotar que el lago de Tiberíades era importante para la pesca, en especial la ciudad de Tarichea, pero esa actividad era tan solo de importancia local. Hay agricultura, es cierto, se explotan vides y olivos, árboles y pastos, pero no trasciende su cultivo el consumo de los propios y no llega a significar algo en el comercio del imperio, ni de los vecinos pueblos que la circundan.
Belén dista ocho kilómetros de Jerusalén (Nazareth, solamente 5). Por entonces sería un pueblito de unas 200 casas en una colina rodeada por cultivos de olivo, algunas vides y otras higueras. Se puede decir que allí nunca ha caído la nieve, con lo que muchos de nuestros mitos figurativos de los pesebres habrían de desaparecer. A esa ciudad llega José con María buscando un lugar donde pasar las noches necesarias para cumplir con el propósito de obedecer la orden del empadronamiento. (Habían viajado a pie para empadronarse —dice el evangelista—, información ésta muy frágil pero que no vale la pena ponerla en discusión).
Los actores de la Navidad
María llegaba a las afueras de Belén en un avanzado estado de embarazo, próxima a alumbrar. José indagaba por un cupo para reposar. La respuesta que recibieron del posadero es aquella conocida: “no hay puesto”, lo cual no es cierto, ya que según la tradición el Khan o posada oriental siempre, por su configuración y por la costumbre, ofrecerá espacio para personas y animales que se albergan por lo común en el mismo sitio.
José Luis Martín Descalzo afirma que a la respuesta del posadero le falta una parte fundamental que no es otra que aquella aclarativa de que “no hay puesto para que una mujer dé a luz cómodamente”, reservadamente en aquel espacio caracterizado por el hacinamiento propio de quienes están migrando o son viajeros por negocios y que como nómades encuentran natural pasar la noche en la cercanía de sus animales. Esto hizo que José buscara una alternativa más recatada para el alumbramiento y la encontró en una cueva vecina.
Debió ser bella la situación de la familia con la llegada del Niño. De seguro entre los múltiples viajeros y huéspedes que migraban para el empadronamiento fue una fiesta el nacimiento, una vez que José lo anunció al día siguiente luego de recibir el anuncio de María ya que el padre no podía —según la Ley— estar presente en el momento del alumbramiento.
Pastores, migrantes, agricultores, gente de paso son los que aplauden el nacimiento. Ya hemos visto la categoría social de estos grupos y es precisamente esa la gran analogía que el joven Francisco descubre y de la cual se enamora. La “Señora Pobreza” se instala en el corazón de este joven lleno de imaginaciones que lee apasionadamente los evangelios mirando mucho más allá de las palabras.
Lucas el Evangelista (Lc 2 ), que había sido médico del Emperador Tiberio, que era amigo de Poncio Pilato y todavía más de Saulo de Tarso —San Pablo—, es quien describe el nacimiento marcándolo con la señal de la “pobreza” en un pesebre. Lucas era médico, pero a la vez es un gran narrador y fuera de ello un hombre dotado para la percepción poética que encuentra un eco propicio en el poeta de la Umbría que escribiría los más bellos poemas a la hermana luna, al hermano sol y a las pequeñas grandes cosas que pasan desapercibidas por las mayorías.
Francisco se enamora de la Navidad, del misterio de la encarnación, de la representación real del pesebre que encuentra su inicio en el año de 1223 en la población de Grecehio en el valle del Rieti. Desde entonces el pesebre define la Navidad y centra los acontecimientos que en ella son significativos.
Cuatro oscuridades, cuatro iluminaciones
La Navidad, y en ella el pesebre, significa uno de los momentos de la apoteosis de la luz. En la tradición de los judíos aparecen claramente cuatro noches llenas de importancia en las que algo extraordinario sucede.
La primera de ellas es la gran noche, que termina en el momento de la creación, cuando Dios pronuncia la gran palabra convocando la luz que al hacerse presente inaugura el despertar del mundo como espacio de creación. “Hágase la luz” —dijo— y el mundo fue surgiendo en toda la maravilla, la misma que reproduce el genio de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
La segunda gran noche, la tiniebla a superar, es aquella que precede al amanecer de la Alianza de Dios con Abraham, en la que Aquél reasume la protección a Abraham y a toda su descendencia, quienes a todas luces habían extraviado su camino y anhelaban recuperar la senda de la salvación; la tercera gran noche es derrotada por el ángel vengador que se impone sobre los egipcios que someten a Israel a la esclavitud para luego conducirlo a través del Mar Rojo y del paso del desierto —con todos los problemas que se narran— llevar a los suyos a la Tierra Prometida.
La encarnación, la Navidad, disuelve la cuarta tiniebla y lo hará para siempre para resplandecer eternamente, según la profecía de Zacarías. Es la luz definitiva que nace en Belén y encontrará su momento de esplendor total en la resurrección que define la síntesis de la fe, en la que se hace axioma Paulino que si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe.
Esa es la importancia de la decisión de Francisco de Asís al convertir el nacimiento en esa intuición que une el principio y el fin de la vida humana de Jesús el Cristo. Esa luz trae consigo vida, alegría, paz y libertad, además la liberación de los pobres y de los oprimidos que se personifican en un niño nacido en la pobreza y que es signo de un mundo nuevo que surge y que ha de ser construido siguiéndolo hasta el momento en que venciendo la muerte regrese a la casa de su Padre. Por ello en la iconografía de la Navidad existe la semejanza pictórica entre la cuna del niño Jesús y el sepulcro donde es depositado el cuerpo de Cristo que habrá de resucitar al tercer día. Es la cuna-sepulcro de la escuela de Norgorov.
La Navidad es celebración de la vida; la gran paradoja es que se celebra la vida cuando en nuestras sociedades se habla y se lucha por el derecho al aborto. Igualmente, es esta fiesta la celebración de la paz y eso es claro ya que lo que cantan los ángeles que saludan alborozados esta nueva del nacimiento para todos aquellos seres humanos que se distinguen por ser de “Buena Voluntad” y, por tanto, ser amados por Dios a causa de ello.
La paz de la cuarta claridad, la que simboliza el pesebre, no es sólo suspender la violencia, implica bienestar, prosperidad, desarrollo, alegría, justicia; es armonía entre Dios y el ser humano; entre Dios y la creación; entre los seres humanos entre sí y entre quienes debe estar presente la convicción de que salvar una vida es salvar un mundo. Es la verdadera significación del “Shalom” del Antiguo Testamento que lamentablemente ha perdido la mayoría de los componentes que lo definen. Y todo ello se encierra en el concepto de “Gloria” que tanto llamaba la atención al “hermano Francisco”, sin duda el más popular de todos los santos en la historia de la Iglesia, amado por los cristianos todos, sin importar si protestantes o católicos, y aun por todas las demás religiones que lo consideran como propio y es el símbolo inequívoco de la paz.
El camino de los Reyes Magos
No hay pesebre sin reyes magos. Se cuenta que dos años antes del nacimiento en Belén, los hombres dedicados a la magia eran sinónimo de buscadores de sabiduría. Aquellos estudiosos y sabios vieron una estrella y en la mitad de ella una niña con un niño y llevaba la mujer una corona. Esta visión es compartida por los caldeos, los persas y otros. Los sabios se ponen en marcha, visitan los oráculos de la cotidianidad, reflexionan entre sí; aún más, van al gran oráculo de Nimrod donde llegaron a la conclusión de que un rey habría de nacer en Judea. El imperativo era ponerse en marcha porque la verdad impele a quien la conoce a seguirla. El camino será largo, pero al final estará como recompensa la clarividencia de lo buscado, el encuentro con la verdad. No sólo acontece esta revelación a los magos. En Roma, casi 30 años antes del nacimiento en Belén, en el ámbito del Trastevere, surgió una fuente de agua aceitosa que preanunciaba la llegada de un Salvador; allí, a la llegada de los primeros cristianos, se levantó una capilla que hoy es la basílica menor de Santa María in Trastevere.
Pues bien, los Magos se hicieron a la marcha como lo narra Mateo. Venían del Oriente. Hoy hay grandes obras estudiándolos no sólo en el cómo lo supieron, qué ruta recorrieron, qué regalos trajeron y cuál ruta tomaron para regresar a sus casas para no tener que entregar a Herodes el informe que le permitiera eliminar a quien él suponía un futuro competidor que preventivamente debía ser puesto aparte.
Melchor, Gaspar y Baltasar son sus nombres. Ellos enriquecen enormemente la literatura y la iconografía de las iglesias de Occidente y de Oriente. Ireneo es quien da la interpretación de los regalos y a ella se adhiere en sus ocho grandes sermones sobre la Epifanía el papa León Magno. Ellos traen oro, incienso y mirra. Oro porque quien nace es rey, incienso porque es Dios y mirra porque es mortal por ser humano y porque de ella se fabricaba un ungüento que servía para embalsamar los cuerpos y preservarlos de la corrupción. Es decir, era el símbolo de la mortalidad del ser humano, pero también de la inmortalidad a la que estaba convocado.
Estos personajes llegaron a ser fundamentales en la convocación a reconocer que Jesús era hijo de Dios. Hoy reposan sus restos en una maravillosa urna en la catedral de Colonia, en Alemania, esa urna de plata similar a la que contiene en Aquisgrán los restos del fundador del sacro imperio romano germánico que quiso siempre tener en su cercanía la inspiración de aquellos reyes que tuvieron el privilegio de estar en la primera ora de la fe naciente. Aún hoy antes de la fiesta de la epifanía las gentes escriben sobre la puerta C+M+B (Caspar, Melchior, Baltasar) con la creencia de que los reyes habrán de protegerlos de los demonios y de la brujería. Son famosos los cuadros de Hieronymus Bosch y de Filippino Lippi sobre la adoración de los magos. Lo que es cierto es que en el pesebre son las únicas piezas móviles que permiten a los niños graduar el acercamiento al pesebre a fin de que el día 6 estuvieran allí con los regalos, que al menos en España son compartidos por todos ya que a diferencia de nuestros países son los reyes quienes cargan con las responsabilidades que en otras partes ha asumido Santa Claus.
No debemos olvidar que hay otras simbologías detrás de los 3 reyes. Para muchos simbolizan a los 3 hijos de Noé, que a su vez denotan las 3 razas primigenias y los 3 continentes del mundo antiguo, así como los 3 momentos de la existencia, a saber la juventud, la madurez y la senectud y aún más el pasado, el presente y el futuro.
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