DESDE HACE 30 años, Amanda Muriel vende almuerzos baratos en el Centro. Con dos colegas, esta ituangueña es la salvación de personas de la Plazuela Nutibara con bajos ingresos, entre ellos vendedores y desocupados.
John Saldarriaga
Medellín
Publicado el 8 de septiembre de 2011
Pensar que Rosa Amanda Muriel almuerza desde las diez y media, cuando muchos están apenas desayunando. Y que lo hace parada en pleno Centro, en la acera de la Plazuela Nutibara, a los ojos del mundo.
Con un cucharón, sirve primero la sopa, en un plato hondo de icopor, y se para a tomarla al lado de ese cochecito de bebé transformado en restaurante rodante.
No tarda. Sus movimientos son rápidos, pero no parecen apurados, como sucede con los de quienes tienen mucha pericia en un oficio. Parece ignorar que a sus espaldas, por plena avenida Primero de Mayo, buses bajan raudos, como si sus conductores compitieran por llegar al cruce de Bolívar y ganarse el semáforo en verde o, por lo menos, en amarillo.
De tanto oler los olores de la urbe, su nariz no se da cuenta de que el aire apesta a gasolina quemada, la del humo de los autos. Y ni siquiera que el olor de los alimentos se esfuerza por abrirse paso a codazos por entre ese olor dominante.
Cuando termina la sopa -hoy es de legumbres y se ven dos o tres carnes agarradas de sus huesos, náufragos en la fuente de líquido espeso y amarillo-, sirve el seco: un pocillo rebosante de arroz blanco -algunos granos caen del plato al suelo-; con otro cucharón y de otra caneca, extrae carne en polvo y, de una tercera, espaguetis y tajadas de plátano. Va poniendo todo encima del arroz. Hubiera podido escoger chicharrón en vez de carne molida, pero no le apetece.
En menos de siete minutos, ha deglutido su almuerzo y echado cuchara y platos sucios en la bolsa de la basura. Después de esto, tarda un minuto más en llenar un vaso desechable de refresco rojo, que vierte de un galón que, hasta este momento, ha descansado en el suelo, al otro lado del cochecito, y en beberlo de tres sorbos grandes y sonoros.
Comensales
Es que Amanda sabe que si no aprovecha para almorzar apenas llega, recién baja de su casa en San Javier, se queda sin almuerzo. Y sería irónico o sonaría a chiste de mal gusto que se quedara sin comer, sabiendo que ella es quien cocina y es la dueña del restaurante rodante desde hace más de 30 años.
Ella no sirve para sí misma un almuerzo mejor ni peor que para sus comensales, quienes, después de verla tragar el último sorbo de refresco y botar también el vaso en la bolsa de los desechos, comienzan a acudir a pedirle su ración.
"¡La hora feliz!" Exclama un vendedor de burbujas por todo saludo.
Ellos almuerzan a esta hora porque esa comida les sirve también de desayuno.
No llueve. La voz del primero de sus clientes, un hombre que empuja una carretilla de "ponche chino", le llega a ella por entre el humo y por debajo de los interminables parloteos de las aves que, por decenas, retozan en las copas de las palmeras de la plazoleta.
"¿Esas son guacamayas?", pregunta un vendedor de golosinas, quien descuelga de su cuello el cajón y lo descarga en el suelo a dos pasos suyos. Él se sienta en el muro de la jardinera, en medio de otros hombres que también van a almorzar.
"No. Son loros -le informa un jubilado que nada vende, que va a este sitio del centro todos los días solamente a existir, a ver pasar la vida-. No faltan un solo día -y agrega:- ellos como que encuentran unas semillitas allá arriba, en las copas. A veces hasta pelean por ellas. Si viera".
No le tienen que decir nada: Amanda ya está sirviéndoles el almuerzo y se los va entregando en orden de llegada. Los conoce tanto, que hasta sabe sus caprichos. A quién le debe echar un poco menos de arroz; a quién, una tajada adicional; a quién todo mezclado...
Un hombre estaciona un Mazda de un rojo deslustrado por la intemperie frente al restaurante rodante. Es transportador pirata, dice. Hace sus recorridos más que todo en algunos barrios altos -señala con su diestra un amplio sector, al Oriente- y, de vez en cuando, hasta le ha tocado llevar la carga de alguna colega de Amanda. Son tres en este sitio. Explica que él almuerza aquí, "no tanto por el precio, mil quinientos pesos, sino por la sazón, viejito. Ah, y porque el menú es variado; no crea que aquí se come todos los días lo mismo".
Amanda ya tiene comiendo a dos docenas de personas, las cuales se van diseminando por toda la Plazuela. Se les ve, a unas, comiendo de pie frente a la fuente seca; a otros, sentados en las jardineras de las mismas palmas que en sus copas albergan pajarracos, también comiendo. Otros tantos debajo del viaducto del metro. Hay quienes se han llevado sus platos hasta la otra acera, la del Hotel Nutibara.
Almuerzos incompletos
Amanda Muriel recuerda que, cuando empezó, "abría" su negocio bajo alguna sombra de El Hueco. "El almuerzo valía, ¿cómo era la cosa?, veinte pesos". Igual que hoy, alcanzaba a vender unos 100 almuerzos.
Lo difícil, cuenta mientras sigue despachando a hombres y mujeres de oficios sencillos que van arrimando y simplemente se detienen junto a ella para que se entere de que van a almorzar, no es levantarse a las cuatro de la mañana a prepararlo todo. Qué va. Desde que era una niña en Ituango, donde nació, está enseñada a trabajar sin tregua, desde la madrugada hasta el anochecer. Lo más difícil, dice, es encaramarse con su restaurante a los buses. Y eso que ya la conocen. Los conductores detienen a fondo su automotor, le abren la puerta de atrás y saben que deben esperar hasta que esta mujer trigueña, de pelo recortado y coronada de gorra, logra encaramar las canecas de alimentos y el galón de refresco, las bolsas de los platos y los cubiertos y el cochecito. Después, la misma historia, al llegar al centro, para descender.
Doce y veinte. Los loros siguen parloteando en lo alto.
"¿Hay almuerzo?", pregunta una vendedora de llamadas por teléfonos móviles, una mujer negra y delgada, quien acude al restaurante ambulante con su chaleco que dice por todas partes "minuto a $150" y un letrero de tela que lo confirma, por si persiste alguna duda.
"No queda", contesta Amanda mientras aprovecha el paso de una barrendera para echar la bolsa de la basura en la caneca rodante de ésta. La minutera, incrédula, se asoma para mirar el fondo de las canecas.
"¿Y eso qué es?" "Arroz, no más, querida. Y tajadas. Es lo que hay ya. Mire a ver qué tienen las otras".
Ya los zapatos de Amanda saben que deben encaminarse a la Plaza Minorista. Allá, regala las sobras limpias a indigentes, como almuerzos incompletos. Después, se encuentra con su esposo en su puesto de calzado y se sienta a esperarlo hasta las cinco, hora de volver a casa.
John Saldarriaga
Medellín
Publicado el 8 de septiembre de 2011
Pensar que Rosa Amanda Muriel almuerza desde las diez y media, cuando muchos están apenas desayunando. Y que lo hace parada en pleno Centro, en la acera de la Plazuela Nutibara, a los ojos del mundo.
Con un cucharón, sirve primero la sopa, en un plato hondo de icopor, y se para a tomarla al lado de ese cochecito de bebé transformado en restaurante rodante.
No tarda. Sus movimientos son rápidos, pero no parecen apurados, como sucede con los de quienes tienen mucha pericia en un oficio. Parece ignorar que a sus espaldas, por plena avenida Primero de Mayo, buses bajan raudos, como si sus conductores compitieran por llegar al cruce de Bolívar y ganarse el semáforo en verde o, por lo menos, en amarillo.
De tanto oler los olores de la urbe, su nariz no se da cuenta de que el aire apesta a gasolina quemada, la del humo de los autos. Y ni siquiera que el olor de los alimentos se esfuerza por abrirse paso a codazos por entre ese olor dominante.
Cuando termina la sopa -hoy es de legumbres y se ven dos o tres carnes agarradas de sus huesos, náufragos en la fuente de líquido espeso y amarillo-, sirve el seco: un pocillo rebosante de arroz blanco -algunos granos caen del plato al suelo-; con otro cucharón y de otra caneca, extrae carne en polvo y, de una tercera, espaguetis y tajadas de plátano. Va poniendo todo encima del arroz. Hubiera podido escoger chicharrón en vez de carne molida, pero no le apetece.
En menos de siete minutos, ha deglutido su almuerzo y echado cuchara y platos sucios en la bolsa de la basura. Después de esto, tarda un minuto más en llenar un vaso desechable de refresco rojo, que vierte de un galón que, hasta este momento, ha descansado en el suelo, al otro lado del cochecito, y en beberlo de tres sorbos grandes y sonoros.
Comensales
Es que Amanda sabe que si no aprovecha para almorzar apenas llega, recién baja de su casa en San Javier, se queda sin almuerzo. Y sería irónico o sonaría a chiste de mal gusto que se quedara sin comer, sabiendo que ella es quien cocina y es la dueña del restaurante rodante desde hace más de 30 años.
Ella no sirve para sí misma un almuerzo mejor ni peor que para sus comensales, quienes, después de verla tragar el último sorbo de refresco y botar también el vaso en la bolsa de los desechos, comienzan a acudir a pedirle su ración.
"¡La hora feliz!" Exclama un vendedor de burbujas por todo saludo.
Ellos almuerzan a esta hora porque esa comida les sirve también de desayuno.
No llueve. La voz del primero de sus clientes, un hombre que empuja una carretilla de "ponche chino", le llega a ella por entre el humo y por debajo de los interminables parloteos de las aves que, por decenas, retozan en las copas de las palmeras de la plazoleta.
"¿Esas son guacamayas?", pregunta un vendedor de golosinas, quien descuelga de su cuello el cajón y lo descarga en el suelo a dos pasos suyos. Él se sienta en el muro de la jardinera, en medio de otros hombres que también van a almorzar.
"No. Son loros -le informa un jubilado que nada vende, que va a este sitio del centro todos los días solamente a existir, a ver pasar la vida-. No faltan un solo día -y agrega:- ellos como que encuentran unas semillitas allá arriba, en las copas. A veces hasta pelean por ellas. Si viera".
No le tienen que decir nada: Amanda ya está sirviéndoles el almuerzo y se los va entregando en orden de llegada. Los conoce tanto, que hasta sabe sus caprichos. A quién le debe echar un poco menos de arroz; a quién, una tajada adicional; a quién todo mezclado...
Un hombre estaciona un Mazda de un rojo deslustrado por la intemperie frente al restaurante rodante. Es transportador pirata, dice. Hace sus recorridos más que todo en algunos barrios altos -señala con su diestra un amplio sector, al Oriente- y, de vez en cuando, hasta le ha tocado llevar la carga de alguna colega de Amanda. Son tres en este sitio. Explica que él almuerza aquí, "no tanto por el precio, mil quinientos pesos, sino por la sazón, viejito. Ah, y porque el menú es variado; no crea que aquí se come todos los días lo mismo".
Amanda ya tiene comiendo a dos docenas de personas, las cuales se van diseminando por toda la Plazuela. Se les ve, a unas, comiendo de pie frente a la fuente seca; a otros, sentados en las jardineras de las mismas palmas que en sus copas albergan pajarracos, también comiendo. Otros tantos debajo del viaducto del metro. Hay quienes se han llevado sus platos hasta la otra acera, la del Hotel Nutibara.
Almuerzos incompletos
Amanda Muriel recuerda que, cuando empezó, "abría" su negocio bajo alguna sombra de El Hueco. "El almuerzo valía, ¿cómo era la cosa?, veinte pesos". Igual que hoy, alcanzaba a vender unos 100 almuerzos.
Lo difícil, cuenta mientras sigue despachando a hombres y mujeres de oficios sencillos que van arrimando y simplemente se detienen junto a ella para que se entere de que van a almorzar, no es levantarse a las cuatro de la mañana a prepararlo todo. Qué va. Desde que era una niña en Ituango, donde nació, está enseñada a trabajar sin tregua, desde la madrugada hasta el anochecer. Lo más difícil, dice, es encaramarse con su restaurante a los buses. Y eso que ya la conocen. Los conductores detienen a fondo su automotor, le abren la puerta de atrás y saben que deben esperar hasta que esta mujer trigueña, de pelo recortado y coronada de gorra, logra encaramar las canecas de alimentos y el galón de refresco, las bolsas de los platos y los cubiertos y el cochecito. Después, la misma historia, al llegar al centro, para descender.
Doce y veinte. Los loros siguen parloteando en lo alto.
"¿Hay almuerzo?", pregunta una vendedora de llamadas por teléfonos móviles, una mujer negra y delgada, quien acude al restaurante ambulante con su chaleco que dice por todas partes "minuto a $150" y un letrero de tela que lo confirma, por si persiste alguna duda.
"No queda", contesta Amanda mientras aprovecha el paso de una barrendera para echar la bolsa de la basura en la caneca rodante de ésta. La minutera, incrédula, se asoma para mirar el fondo de las canecas.
"¿Y eso qué es?" "Arroz, no más, querida. Y tajadas. Es lo que hay ya. Mire a ver qué tienen las otras".
Ya los zapatos de Amanda saben que deben encaminarse a la Plaza Minorista. Allá, regala las sobras limpias a indigentes, como almuerzos incompletos. Después, se encuentra con su esposo en su puesto de calzado y se sienta a esperarlo hasta las cinco, hora de volver a casa.
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