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ESTE MUNDO ES UN PAÑUELO....Por: Fabiola González Gil. Ituanguina, residente en Medellín.

A la gente de la región la caracterizaba una ignorancia total, que fluctuaba entre la ingenuidad y la despiadada violencia, campesinos unos, nativos otros y colonos antiguos; quienes  terminaron  por ser iguales, conservando,  aunque fuera,  en lo más recóndito de su corazón, aquel  prestigioso pasado de la raza antioqueña,  inculcándolo   a los hijos  a fin  de preservar  los apellidos y el poco orgullo que aún les quedaba. Era una  verdadera distinción para cualquier habitante común emparentar con ellos. A los  Hernández pertenecía Ana,  casi  tan pobres como todos, pero escuchando desde muy pequeña  lo distinguidos y   diferentes que eran, muy distintos de aquellos “indios jornaleros” del lugar, había crecido con otra visión diferente del mundo. Desde esta perspectiva empezaron  a ser concebidos grandes sueños y  muchas tardes  mirando a lo lejos las montañas y cerros que,  por lo distantes, ya parecían azules; echaba a volar su imaginación, alimentada por las historias que  le contaban  sus padres o que a hurtadillas oía a sus tías,  en especial a Mara, la última de las hijas de la abuela que todavía quedaba soltera. Esta era una muchacha alta, blanca, de cabello negro,  figura  perfecta  y  una  personalidad  que atraía alrededor suyo a quienes la conocían.  Ana amaba y admiraba a su tía Mara, quien viajaba con alguna frecuencia a la lejana  ciudad y sus regresos eran estruendosos, siempre traía historias  nuevas que contar, regalos a su sobrina, revistas con espectaculares modelos y su llegada  llenaba la casa de la abuela con carcajadas y  alegrías, el antiguo radio, que en esa época era un artículo de lujo muy moderno,  era  sintonizado con la música de moda   (agogó y ayeyé),  a todo volumen; se dejaba escuchar hasta lo más lejano de aquellas laderas con las alegres melodías. En las tardes empezaban a acudir, como en un desfile, todos los admiradores a visitar a la recién llegada que, por  lo general,  había venido con una o dos de sus amigas  tan alegres y bonitas como ella, embelesados, a veces,  les llegaba la tarde y hasta la noche, sobre todo, cuando aparecía uno de ellos que tocara la guitarra o el tiple. No todo  era tan pacífico, en algunas ocasiones, invitaban  a las tías y  sus amigas a amenizar con su presencia, convites y festividades propias del lugar  o simples  parrandones que, con cualquier pretexto, organizaban y que no siempre terminaban  en armonía, ya que algunos de estos eventos finalizaban con macheteadas. Un  día  llegó un apuesto hombre de la ciudad  llamado Eduardo Gallardo,  diferente a todos  los jornaleros de  la hacienda “El Pescado”, finca  vecina a la casa de Mara. Eduardo era un hombre callado, rodeado de un  misterio como si ocultara algo,  lo que suscitó comentarios y sospechas. Se decía que era un prófugo  de la justicia, pues había  matado a alguien y que, por lo tanto, se estaba ocultando en aquellas escondidas montañas, o que  había huido  de una cárcel y era extraño que con sus manos sin cayos, su cara poco tostada por el sol y sus delicados modales al hablar; hubiese ido a una finca a buscar trabajo como jornalero. El  propio dueño de la hacienda, al darse cuenta  de las pocas habilidades de Eduardo para trabajar; decidió colocarlo  únicamente a picar  la caña de los  caballos, oficio que sólo desempeñaban los trabajadores ya muy viejos o sin fuerzas.   Bien fuese por su atractivo, por su aire de misterio, o por su aparente educación y buenos modales; lo cierto es que la  tía  Mara que, por aquel tiempo acababa también  de regresar de uno  de sus tantos viajes a la ciudad, conoció a dicho “caballero”.  Tanto él como ella, quedaron prendados y flechados desde el mismo momento en que se vieron por primera vez.  Igualmente cuando jóvenes, ya habían expresado un mismo sentir, ingenua y alegre ella, lleno de enigma y  misterio él,  tal vez el destino  en algún sueño, ya los había presentado. Se casaron y Eduardo consiguió una casita por un modesto  arriendo, ésta quedaba muy arriba, en una montaña que se llamaba” La lluvia”, en medio de dos riachuelos, rodeados por laderas cubiertas de una vegetación espesa y cerrada por inmensos árboles, a lo lejos se veía  como una manchita  blanca esparciendo el humo por los montes, únicamente los duendes deambulaban por allí cuidando, según decían los lugareños, inmensos tesoros  que el diablo tenía escondidos en cuevas y cavernas, tan hondas y oscuras que los pocos que habían logrado llegar allí descolgados y amarrados con sogas, sólo habían alcanzado a escuchar alaridos y extraños rugidos demoníacos. Por causa de estas leyendas, casi nadie iba por el alejado y despoblado lugar,  así que de  la tía Mara no se volvió a saber nada, hasta que un año más tarde, ya preocupada, la abuela organizó una visita de sorpresa a su querida hija  e invitó  a Ana,  que ya tenía unos doce años y a Cecilia la madre de ésta. Después de una larga caminada, que habían comenzado en la mañana, por fin llegan  al  iniciar la noche, pero se llevan una gran sorpresa, al notar que quien les salió al encuentro fue una soledad y un silencio que apenas si se podía tocar, llamaron, buscaron a su alrededor. Era un abandono total, parecía que ninguna persona había estado por allí en mucho tiempo. Muy desconcertadas y cansadas, se sentaron  un rato a esperar. Ana, que todavía era una niña inquieta, se puso de pie y empezó a fisgonear por todas partes  hasta que se le ocurrió  tratar de mirar por las rendijas de la puerta. Un grito de horror retumbó por  todos aquellos montes, la niña casi cae desmayada, vio a su  querida tía muerta y casi destrozada  en  medio de un lago de sangre,  ya negra y descompuesta, tirada en el piso  dentro de la vivienda. Después  de intentar tirar la puerta, forzar las ventanas, de algún modo pudieron entrar y lo que encontraron allí fue un doloroso y desgarrador escenario y parecía que Mara había luchado con un monstruo para proteger su vida y la del  hijo que llevaba en su vientre, esto se veía  por el desorden y el destrozo de todo, el hedor y la fetidez mareaban. De pronto, casi a tientas, encontraron un papel ensangrentado en el que apenas se distinguían unos garabatos y la argolla de matrimonio encima que  decía: “Desde el primer día, Eduardo comenzó a golpearme y a hacerme terribles maltratos; antes de salir siempre me dejaba amarrada y encerrada, para que no me viera ningún supuesto hombre. Hoy todo fue peor,  me golpeó mucho el estómago  con los puños y el bebé que nacería en un mes se anticipó, lo envolvió en una sábana, se lo llevó  consigo y se fue  gritando como  un loco por el monte”. Más adelante, aparecía escrito lo siguiente: Madre: Si algún día lees esto, guarda este anillo para que recuerde mi horror, trate de buscar al niño, creo que aún está vivo,  yo ya me voy  para el cielo”.   

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