A la gente de la región la caracterizaba una ignorancia total, que fluctuaba entre la ingenuidad y la despiadada violencia, campesinos unos, nativos otros y colonos antiguos; quienes terminaron por ser iguales, conservando, aunque fuera, en lo más recóndito de su corazón, aquel prestigioso pasado de la raza antioqueña, inculcándolo a los hijos a fin de preservar los apellidos y el poco orgullo que aún les quedaba. Era una verdadera distinción para cualquier habitante común emparentar con ellos. A los Hernández pertenecía Ana, casi tan pobres como todos, pero escuchando desde muy pequeña lo distinguidos y diferentes que eran, muy distintos de aquellos “indios jornaleros” del lugar, había crecido con otra visión diferente del mundo. Desde esta perspectiva empezaron a ser concebidos grandes sueños y muchas tardes mirando a lo lejos las montañas y cerros que, por lo distantes, ya parecían azules; echaba a volar su imaginación, alimentada por las historias que le contaban sus padres o que a hurtadillas oía a sus tías, en especial a Mara, la última de las hijas de la abuela que todavía quedaba soltera. Esta era una muchacha alta, blanca, de cabello negro, figura perfecta y una personalidad que atraía alrededor suyo a quienes la conocían. Ana amaba y admiraba a su tía Mara, quien viajaba con alguna frecuencia a la lejana ciudad y sus regresos eran estruendosos, siempre traía historias nuevas que contar, regalos a su sobrina, revistas con espectaculares modelos y su llegada llenaba la casa de la abuela con carcajadas y alegrías, el antiguo radio, que en esa época era un artículo de lujo muy moderno, era sintonizado con la música de moda (agogó y ayeyé), a todo volumen; se dejaba escuchar hasta lo más lejano de aquellas laderas con las alegres melodías. En las tardes empezaban a acudir, como en un desfile, todos los admiradores a visitar a la recién llegada que, por lo general, había venido con una o dos de sus amigas tan alegres y bonitas como ella, embelesados, a veces, les llegaba la tarde y hasta la noche, sobre todo, cuando aparecía uno de ellos que tocara la guitarra o el tiple. No todo era tan pacífico, en algunas ocasiones, invitaban a las tías y sus amigas a amenizar con su presencia, convites y festividades propias del lugar o simples parrandones que, con cualquier pretexto, organizaban y que no siempre terminaban en armonía, ya que algunos de estos eventos finalizaban con macheteadas. Un día llegó un apuesto hombre de la ciudad llamado Eduardo Gallardo, diferente a todos los jornaleros de la hacienda “El Pescado”, finca vecina a la casa de Mara. Eduardo era un hombre callado, rodeado de un misterio como si ocultara algo, lo que suscitó comentarios y sospechas. Se decía que era un prófugo de la justicia, pues había matado a alguien y que, por lo tanto, se estaba ocultando en aquellas escondidas montañas, o que había huido de una cárcel y era extraño que con sus manos sin cayos, su cara poco tostada por el sol y sus delicados modales al hablar; hubiese ido a una finca a buscar trabajo como jornalero. El propio dueño de la hacienda, al darse cuenta de las pocas habilidades de Eduardo para trabajar; decidió colocarlo únicamente a picar la caña de los caballos, oficio que sólo desempeñaban los trabajadores ya muy viejos o sin fuerzas. Bien fuese por su atractivo, por su aire de misterio, o por su aparente educación y buenos modales; lo cierto es que la tía Mara que, por aquel tiempo acababa también de regresar de uno de sus tantos viajes a la ciudad, conoció a dicho “caballero”. Tanto él como ella, quedaron prendados y flechados desde el mismo momento en que se vieron por primera vez. Igualmente cuando jóvenes, ya habían expresado un mismo sentir, ingenua y alegre ella, lleno de enigma y misterio él, tal vez el destino en algún sueño, ya los había presentado. Se casaron y Eduardo consiguió una casita por un modesto arriendo, ésta quedaba muy arriba, en una montaña que se llamaba” La lluvia”, en medio de dos riachuelos, rodeados por laderas cubiertas de una vegetación espesa y cerrada por inmensos árboles, a lo lejos se veía como una manchita blanca esparciendo el humo por los montes, únicamente los duendes deambulaban por allí cuidando, según decían los lugareños, inmensos tesoros que el diablo tenía escondidos en cuevas y cavernas, tan hondas y oscuras que los pocos que habían logrado llegar allí descolgados y amarrados con sogas, sólo habían alcanzado a escuchar alaridos y extraños rugidos demoníacos. Por causa de estas leyendas, casi nadie iba por el alejado y despoblado lugar, así que de la tía Mara no se volvió a saber nada, hasta que un año más tarde, ya preocupada, la abuela organizó una visita de sorpresa a su querida hija e invitó a Ana, que ya tenía unos doce años y a Cecilia la madre de ésta. Después de una larga caminada, que habían comenzado en la mañana, por fin llegan al iniciar la noche, pero se llevan una gran sorpresa, al notar que quien les salió al encuentro fue una soledad y un silencio que apenas si se podía tocar, llamaron, buscaron a su alrededor. Era un abandono total, parecía que ninguna persona había estado por allí en mucho tiempo. Muy desconcertadas y cansadas, se sentaron un rato a esperar. Ana, que todavía era una niña inquieta, se puso de pie y empezó a fisgonear por todas partes hasta que se le ocurrió tratar de mirar por las rendijas de la puerta. Un grito de horror retumbó por todos aquellos montes, la niña casi cae desmayada, vio a su querida tía muerta y casi destrozada en medio de un lago de sangre, ya negra y descompuesta, tirada en el piso dentro de la vivienda. Después de intentar tirar la puerta, forzar las ventanas, de algún modo pudieron entrar y lo que encontraron allí fue un doloroso y desgarrador escenario y parecía que Mara había luchado con un monstruo para proteger su vida y la del hijo que llevaba en su vientre, esto se veía por el desorden y el destrozo de todo, el hedor y la fetidez mareaban. De pronto, casi a tientas, encontraron un papel ensangrentado en el que apenas se distinguían unos garabatos y la argolla de matrimonio encima que decía: “Desde el primer día, Eduardo comenzó a golpearme y a hacerme terribles maltratos; antes de salir siempre me dejaba amarrada y encerrada, para que no me viera ningún supuesto hombre. Hoy todo fue peor, me golpeó mucho el estómago con los puños y el bebé que nacería en un mes se anticipó, lo envolvió en una sábana, se lo llevó consigo y se fue gritando como un loco por el monte”. Más adelante, aparecía escrito lo siguiente: Madre: Si algún día lees esto, guarda este anillo para que recuerde mi horror, trate de buscar al niño, creo que aún está vivo, yo ya me voy para el cielo”.
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