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HISTORIAS DE ARRIERIA EN ITUANGO AÑO 1950

UNA HISTORIA DE ARRIERIA EN EL ITUANGO DE LOS AÑOS 1950


Vestidos todos de calzón de mantaY de camisa de coleta cruda,Aquél a la rodilla, ésta a los codos,Dejan sus formas de titán desnudas.El sombrero de caña con el ala Prendida de la copa con la aguja,Deja mirar el bronceado rostro,Que la bondad y la franqueza anuncia.Atado por detrás con la correa Que el pantalón sujeta a la cintura,Con el recado de sacar candela,Llevan repleto el carriel de nutria.Envainado y pendiente del costadov a su cuchillo de afilada punta;LA TÍA MARGARITA ENTONA POR MILÉSIMA, cienmilésima vez: Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Mientras, la fe no impide que Juan Pérez ( el arriero) repase sus acciones del día siguiente, las provisiones con las que cargará su mula, las ropas y herramientas que llevará en su expedición. Quiere un futuro mejor, que algún dinero medre en su carriel para proponer a una muchacha de buena familia que compartan la vida y pongan casa en el pueblo. La digestión de la comida especial de los domingos, ésa que antes era sólo para Baltasar Arango, que en paz descanse y Dios lo tenga en su gloria, como dice la buena mujer encorvada por la viudez y unos pechos preparados para amamantar a catorce hijos, tampoco impide que los labios carnosos de Juan Perez sigan el rosario, pidan a la Virgen del Carmen que interceda por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.Luna menguante, apta para la siembra. La lana traspira la humedad que empapa las camisas de tela burda, pero las infusiones de saúco curan los resfríos y los emplastos de llantén y los baños con agua de pensamiento recuperan las pieles carcomidas por el trópico, incapaces de entender lo que son las tales estaciones de las que hablan los europeos. Nadie lleva brújula u oyó hablar del meridiano de Greenwich, pero ya pasaron el río Cauca. Las margaritas, el árnica y el venadillo, al que otros llaman juanparao, hierba de hojas alternas y lanceoladas, largas de quince centímetros, se pegan a la montaña. Los árboles, indiferentes a los hombres, recogen agua y la vierten por entre las patas de las mulas, destruyendo la base en la que apoyan con tozudez el casco y la herradura. Los arrieros hunden los pies desnudos en el lodo, atentos al ladrido de los perros ante cualquier desvío de las bestias de carga. Para acompañarlos, Juan abandonó la cama antes del canto del gallo y se embutió el recalentado de frísoles y carne de res mientras recibía cientos de bendiciones de la tía Margarita.Ituango: calles empinadas trazadas a cordel, casas de bahareque o tapia con vigas y techos de guadua; tejas de barro sobre cañabrava y paja maciega, corredores con barandas de macana. Los rostros femeninos, ajados por las faenas del campo, esquivan la mirada de los forasteros y los sacerdotes enumeran los pecados de espaldas y los perdonan en latín. De boca en boca pasan las historias de los esplendores que hay en estas tierras, de su fertilidad y el abandono del poder. La iglesia nueva de tres naves, atrio generoso y alto campanario con pilares del soberbio árbol que llaman quimula, espera el reloj para el que los constructores dejaron una abertura. Los aguardientes han puesto nostálgico a Juan . Mientras el carriel de nutria lo surte de tabacos impregnados de vainilla, recuerda la casa paterna, la aguapanela con albahaca y poleo con la que su madre pretendía regularizar los intestinos, la alegría de su tía al ver despuntar las cuatro matas de maíz rodeando el retoño de fríjol en la sementera. Los nombres de La Granja, Santa Rita y Pascuita le brillan en los ojos. Por sus manos pasó el oro que el tiempo convirtió en alhajas y en entierros que los ricos del pueblo guardaron en tapias y en raíces de frondosos árboles, muchos de ellos murieron llevándose el secreto a la tumba y dejaron a familiares y amigos trasnochando en busca de la rica guaca . El oro se convierte en una y mil guerras con la misma naturalidad con la que el sol y el agua brotan de la tierra vueltos caña de azúcar que el trapiche muele para hacer panela. Desprovista de la envoltura de hojas de plátano o de guasca, la panela endulza la marcha, da energía a los pies lastimados, al brazo que abre paso con el machete, a los cuerpos deseosos de terminar la jornada.En un rincón de la fonda, los niños se pellizcan las manos:—Pijaraña, pijaraña.—Jugaremos a la araña.—¿Con cuál mano?—Con la cortada.—¿Quién la cortó?—El hacha.—¿Dónde está el hacha?—Rajando la leña.—¿Dónde está la leña?—La quemó la candela.—¿Dónde está la candela?—La apagó el agua.—¿Dónde está el agua?—Se la tomó la gallina.—¿Dónde está la gallina?—Poniendo un güevito.—¿Dónde está el güevito?—Se lo comió el curita.—¿Dónde está el curita?—Diciendo la misa.—¿Dónde está la misa?—Detrás de las puertas del cielo.—Tilín, tilín, tilín.—Corre niño que te pica el gallo con orejas de caballo.Que la boba, el carriquí, la guacamaya, el afrechero, el diostedé y la mirla, canten, griten, silben y chillen, que las flores se abran al sol y algo amanezca en el camino como si fuera la esperanza, no hace menos duro el tránsito de los viajeros. Sedientos, los animales se tornan rebeldes, perezosos, quieren permanecer a orillas del riachuelo, hundirse en sus aguas cuando los mosquitos los llenan de picaduras. Los arrieros, conscientes de sus deberes, golpean las grupas con la palma abierta, con el puño, con látigos y cabestros, advertidos de la facilidad con la que las mulas se ahogan por el culo. En medio de la mañana uno de ellos corre hacia el monte con el abdomen descompuesto.—La diarrea que tiene ése no se la cortan ni con una infusión de rosas. Tal vez con cáscaras de granada –sonríe Jorge Jaramillo, entrecerrando los ojos.Juan reacomoda su sombrero y mira de reojo al recién llegado.—Con tal de que no sea del cólera ése que se llevó al general Juan María Gómez hace poquito, cuando iba para la finca.—Con paico expulsa todos esos gusanos –afirma Juan .— ¿Usted también va para Yarumal? –pregunta Jorge , deseoso de conversar.—Sí, señor.— ¿Y tiene familia allá?—Un primo.— ¿Va a trabajar con él?—No sé, pero no creo.— ¿Por qué?—Es que yo soy minero y a él lo que le gusta son las matas.—Yo también soy minero y llevo casi un año en la mina de Berlín, con los ingleses y los alemanes de la Colombian Mining Asociation –pronuncia en inglés, muy orgulloso. Allá hay buen trabajo, con mucho riesgo, eso sí, porque esos socavones son muy inseguros. ¿Sabe qué? Si quiere, podemos trabajar juntos. Yo soy de constitución delgada pero de buena fibra, rendidora –flexiona el antebrazo para demostrarlo. A los patrones les gustan más los mulatos para las minas, pero poco a poco nos están aceptando a nosotros los antioqueños. Ahí verá.—Gracias. Lo pensaré.— ¿Y cómo se llama su primo? –se quita el sombrero para refrescarse. Al lado derecho de su cabeza tiene un área de cabello, de unos dos centímetros de diámetro, completamente blanca.—José Alonso Pérez Jaramillo.—Debe ser un buen hombre –conjetura Jorge. Cambia de tema para sostener la conversación: Buena su mula, ¿dónde la compró?—No la compré, me la gané en un juego de dado. Es de Pascuita.—Mi caballo también. Rendidoras esas bestias de Pascuita. ¿Y de dónde viene usted?—De Yarumal.—Yo soy de Ituango. Estaba visitando a mi vieja –espera un comentario. Gente buena esa. Dios los bendiga –dibuja la cruz sobre su rostro pálido.—Así sea –se persigna Juan, sin detener la marcha.Lejos, varios tabacos más allá, está la posada.Dos hombres discuten, uno de ellos de muy baja estatura. Después del primer golpe surge un machete y al sonido metálico, rastrillado, lo acompañan palabras que exaltan los ánimos. Alguno intenta calmarlos sin lograrlo, los demás abren espacio con expresión excitada, salvaje; también con miedo en los ojos. Cuando aflora la sangre, el herido renueva sus esfuerzos. Varios golpes rápidos le dan un respiro, cambia de mano el machete por la espalda y abalanzándose con furia consigue abrir el brazo derecho de su oponente. Éste, súbitamente privado de la fuerza, se refugia en un ángulo de cuarto. El ganador comprime su muslo y sale cojeando. Una mujer corre desde la cocina con trapos húmedos.—Váyase para Medellín, Ignacio, por Dios, que allá le componen el brazo.—No tengo cómo, cristiana –responde. Músculos rotos gotean sobre el piso de tierra.—Tal vez don Januario pueda hacer algo por usted –se desespera la mujer. Roberto, mijo, vaya por don Januario, dígale que Ignacio está herido, que es grave. No se preocupe que entre todos le buscamos la forma al viaje –lo consuela.—Ese hombre es muy hábil con el machete, ¿vio cómo cambió de mano? –murmura Jorge –. Y es tan bueno con la izquierda como con la derecha. Ése sí se sabe las treinta y tres paradas y media.—Pues sí, pero lo hirieron primero –se aparta Juan.Un rato después duermen, amparados del frío por los fardos encarrados en columnas que al amanecer volverán a estrechar las costillas de las mulas.De las treinta y tres paradas, el ruciao era la más prestigiosa, apta para las situaciones de emergencia. Ante el acoso, se retrocedían cuatro pasos, se tendía el machete hacia atrás tocando el piso con la punta y se rastrillaba frente al adversario varias veces. Si éste no se detenía podía perder la mano o terminar con los intestinos por fuera del abdomen.Pese a las dificultades del camino Eulalia mi mula va dócil, todavía embargada por la felicidad que tuvo entre las patas, gracias al buen hacer del caballo de Jorge. Aún cuando no está en celo sabe apreciar las atenciones de un macho: su anterior dueño le anilló la vulva para impedirle las relaciones sexuales con la idea de que tenerlas le rebajaría las fuerzas. Por fortuna Juan le quitó tal tortura.En un recodo del camino los espera el hombre que la noche anterior salió triunfante del lance de machetes. Come naranja a la sombra de un papayo; se adivina una venda en su muslo izquierdo y que durmió en el monte con su mula.—Que tengan buen día los señores –se toca el sombrero. ¿Para dónde van?—Para Yarumal. Tierra buena, de mucha prosperidad aunque hace un frío el berraco—Eso dicen. ¿Puedo acompañarlos?—Claro –acepta Jorge después de una vacilación.—¿Ustedes vieron la pelea de anoche, cierto?—Sí señor –habla por primera vez Juan, irguiéndose, corpulento.—Ese muchacho se lo buscó, se los juro –besa la cruz que hace con los dedos de su mano derecha. Su rostro ancho, de ojos grises, no alberga ninguna duda.—Eso finalmente no es asunto nuestro.—Me llamo Pablo Simón Arango Arango, para servirle a Dios y a ustedes.—Jorge Jaramillo Jaramillo, mucho gusto.—Juan de la Cruz Pérez Correa –se quita el sombrero; los cabellos abundantes, rebeldes, caen sobre su frente. Retira el sudor con las mangas de la camisa. ¿Molesta mucho esa pierna?—No, no tanto, gracias a Dios.—Nos dijeron que de aquí en adelante es muy dura la loma y queremos alcanzar a los arrieros antes de llegar al río San Andrés –comenta Jorge. —Ustedes no se preocupen por mí que yo camino como el que más y esto no es ni un rasguñito de gato –se empina.—Pues Dios lo oiga.—Dios me oye; estén seguros.En El Valle se reaprovisionan y descansan (hace un calor infernal). Mientras la madera cruje la caricia del fuego, los presentes discuten si es hora de construir un puente nuevo sobre el río Cauca. Pablo Arango proviene de Carolina del Príncipe y presume de su indefinible lazo familiar con Antonio de Quintana, el célebre latifundista. Sus habilidades para la caza dan mucho de que hablar a Jorge, diestro para sazonar las carnes con hierbas silvestres: en la tarde una gallineta y una pava fueron cortejadas y servidas, aromadas con perejil. De nuevo en camino, Juan se aleja de sus acompañantes y desdobla un mapa, asegurándose de que siguen la ruta correcta. —Éste es un septiembre endiablado –Pablo Arango se persigna y agrega ramas de sietecueros al techo que construyeron para guarecerse de la lluvia.Los ríos están altos y el camino muy resbaloso; los insectos medran y es imposible dormir sin mosquitero. Inquieto, el caballo de Jorge responde con tibieza a los reclamos amorosos de Eulalia. El invierno le mella el ánimo; es la única época en la que envidia a los bueyes, que se hunden seguros en el fango, con la pezuña adherida a la montaña. La mula de Pablo Arango es retraída; por la estampa parece de Barbosa y nunca caen sus orejas, ni siquiera cuando está mal salada.—Esa mula suya, ¿por qué tiene nombre de cristiana? –Pablo Arango abre el vientre del conejo que acaba de cazar.—Así se llamaba cuando me la entregaron –levanta los hombros Juan.—Bien raro. Una de mis tías se llama igual, Eulalia, y es una santa.—Yo también tengo una tía que se llama Eulalia, y es muy pero muy santa –interviene Jorge –. Es monja en Santa Rosa, y cojita, la pobre. Desde que nació tiene un problema en la cadera y con los años se le ha ido aumentando. Sufre como una santa.—¿Y de cuáles Jaramillo es usted? –pregunta Pablo Arango mientras avienta lejos las tripas del animalito.—De los mismos de todo el mundo.—Pues no, no señor, hasta en el cielo hay ángeles, arcángeles y querubines.—De los de Santa Rosa y de los correas de Andes –responde Juan con desgano.—Usted es alto y bien plantado. –. ¿Y el Arango?—Y los Arango de Carolina, ¿de cuáles son? –se entromete Jorge.—De los mejores, no lo dude. Mi pueblo es tierra de hombres buenos, trabajadores y de valía. Cuando quiera vamos para que conozcan a don José María Meneses, el hombre que salvó al general Bolívar cuando la conspiración septembrina.—¿Allá es Tenche? ¿La hacienda donde se escondió don Mariano Ospina Rodríguez?—Se escondió no, él no se escondió. Si él no tuvo nada que ver con la conspiración, eso es mentira –levantó la voz y alentó el fuego con su sombrero. Esa hacienda es de la familia de su señora, los Fonnegra Quintana. Un primo mío emparentó con ellos.—Esa es gente muy rica.—Riquísima, muy cierto, y muy buenos católicos, –concluye Jorge y se apresta a asar el conejo. Ameniza la comida con un relato pormenorizado de las prácticas de antropofagia que acostumbraban los antiguos aborígenes de la región. Su relato es colorido, lleno de sangre y aspavientos. Habla de cuchillos de piedra o metal y templos ceremoniales, de sacrificios al sol, la luna y las estrellas.Pablo Arango suma detalles y apunta una explicación:—Tenían el diablo adentro. Todos sus descendientes lo tienen; no es sino olerlos.Ya el conejo esta y huele delicioso, se sientan sobre la grama, Jorge saca su navaja de capar y reparte el animal entre los tres comensales, de plato les sirve unas hojas de viao que Juan corto a un lado de la quebrada, además de las arepas de sancochao que le hecho la tía Margarita, es tanta el hambre que ninguno volvio a conversar, terminan y rápidamente montan en sus bestias para llegar antes de la noche a la loma de Ochali y así madrugar y entrar mañana en horas de la tarde a Yarumal



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