Elda Viviana Echavarría vio morir a su padre en el 2000, seis años después regresó por él.
Le montó la silla a un caballo y –como quien regresa al pasado– Elda Viviana Echavarría se dirigió a la vereda Ríosucio, donde seis años anteslos ‘paras’ asesinaron a su padre, Rodrigo Antonio.
Fueron tres días de camino. Llevaba unas botas de caucho, parecidas a las que usaba el 6 de septiembre del 2000, cuando Carlos Castaño llegó a esa vereda de Ituango en compañía de 60 paramilitares que arribaron –recordó la mujer de 29 años– en helicópteros del Ejército.
“A mi papá lo señalaron de colaborador de la guerrilla. Por eso lo asesinaron”, dijo.
Recuerda que ella misma le limpio el polvo mezclado con sangre y como si fuera una sepulturera cavó la improvisada tumba –con ayuda de sus seis hermanas– en frente de la finca donde el alegre hombre las crió. Con un cerco de guadua la demarcó y al día siguiente emprendió su viaje.
Pasaron seis años de ese caluroso miércoles. Y los recuerdos, como imágenes eternas, permanecían en su mente. Pero el tormento era otro: “Pensaba que papá no podía quedarse enterrado allá. Él merecía estar en un cementerio”.
Con esa idea se atrevió a regresar a la finca –como debió haberlo hecho el CTI– a exhumar los restos de Rodrigo.
No fue fácil. El dolor y la alegría se confundían en llanto cuando las palas rompían la tierra. Y una efímera esperanza apareció: “Papá vas a estar más cerca de Dios”, pensó.
Apenas lo encontró una suerte de culto se vislumbró sobre la montaña. Con la delicadeza de una hija amante, guardó en un viejo costal cada uno de los huesos.
Al culminar, lo amarró de la silla del caballo y en el camino de regreso –tres días y dos noches–, no se separó de ellos: “Papá vas a descansar en paz”, no se cansaba de repetirlo. Al llegar al municipio los entregó a las autoridades que lo identificaron en dos días.
Esa misma historia, según Germán Areiza, en ese entonces personero de Ituango, la vivieron 35 familias del municipio que “no aguantaron la tortuosa y larga espera de la exhumación legal”.
Y los caminos fueron largos tanto para Elda como para los otros, pero “no hay como llorar en una tumba” en vez de hacerlo con los recuerdos.
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