Laura Montoya Upegui nació en Jericó de Antioquia, el
26 de Mayo de 1874. Vio la luz primera a las ocho de la
mañana. Recibió las aguas del bautismo a las doce del
mismo día.
Tal era la costumbre de aquellos hogares cristianos. He
aquí la partida bautismal: En la iglesia parroquial de
Nuestra Señora de las Mercedes de Jericó, a 26 de
mayo de mil ochocientos setenta y cuatro, el presbítero
Evaristo Uribe mi coadjutor, bautizó solemnemente a
una niña nacida el mismo día, a quien nombró María
Laura de Jesús, hija legítima de Juan de la Cruz
Montoya y María Dolores Upegui, vecinos de esta
Parroquia. Abuelos paternos: Cristóbal Montoya y María
de Jesús González; maternos Lucio Upegui y Mariana
Echavarría; fueron los padrinos Domingo Montoya y
Juliana Rafaela Montoya, a quienes advirtió el
parentesco y obligaciones que contrajeron. Doy fe.
Jesús María Florez" Rubricado.
Dice la Madre: "Cuando conocí que tal nombre se deriva
de laurel, que significa inmortalidad lo he amado, porque
traduce aquella palabra: "Con caridad perpetua te amé". Si es perpetua, ha de ser inmortal e
inmortal ha de ser mi amor. Y mi nombre fue el sello de esa inmortalidad de amores entre Dios y su
creatura. Inmortal ha de ser la fe que con el nombre recibí".
Años adelante, cuando Laura va a comenzar la obra grande de toda su vida, la fundación de su
instituto misionero, todas las compañeras se cambian el nombre pero a ella Monseñor Maximiliano
Crespo se lo conserva. Laura ha de ser su nombre. "Todo, comenta agradecida, es predilección de
parte de Dios. Por mi parte, no he hecho otra cosa que sembrar muerte en el girón de vida eterna
que Dios infundió en mi alma con el santo bautismo"
Laura Montoya, que, digámoslo desde ahora, en no pocos aspectos de espiritualidad y apostolado
que hoy van imponiéndose, fue una genial adelantada, sintió y cantó muy vivamente la gracia del
bautismo.
"Dios mío, ¡qué pronto comenzaste a mostrar predilección por esta miserable criatura que tan
ingrata te ha sido ! Aquí si que mostraste la verdad de aquella palabra: Con caridad perpetua te
amé y por eso te atraje a mí. Por eso te apresuraste a hacerla tuya, metiéndola en las redes de la
gracia santificante, tan luego como estuvo libre del materno encierro. ¡Ay ! ¡Cuánto dolor me causa
el pensar que criatura tan amada no hubiera esperado a darse cuenta de tus misericordias para
ofenderte !
La fuente bautismal de la antigua Iglesia de Jericó fue mudo testigo de mi filiación divina a los
claros resplandores del sol del medio día. Por eso al conocerla en 1909, es decir treinta y cinco
años después, derramé un torrente de lágrimas, dulce mezcla de amargo dolor por mi ya perdida
inocencia y del más acendrado agradecimiento ante aquel mudo testigo del primer beso, de aquella
caridad perpetua con que me amaste, Dios mío, desde la eternidad.
Por eso al entrar a la ciudad que me vio nacer, antes que recorrer sus calles, antes de mirar sus
edificios y aun, antes de adoraros en tu sagrario, busqué con ansia loca el único objeto que allí
perseguía, la sagrada pila bautismal, diciendo dentro de mí: ¡Oh mi estola bautismal! ¡Oh mi
inocencia que te fuiste! ¡Oh mi filiación divina desfigurada! Mis lágrimas alarmaron a mis
compañeras de viaje, que no sentían como yo el dolor de una joya perdida ni el hálito de un amor
perpetuo, exteriorizado treinta y cinco años antes en aquel lugar. Visité después la casa donde nací, me refirieron las alegrías y dolores allí pasados por mis padres. Pero ya nada me conmovió.
Todo era muerto para mí, menos la fuente en donde Dios me dio su primer ósculo".
Con los albores de la niñez, el carácter de Laura despuntó alegre, pero fue un despunte nada más.
Pueden mucho sobre un alma niña la orfandad, la pobreza rayana en miseria y esos ojos de la
madre, velados frecuentemente por las lágrimas.
Para esta niña, que después fue tan eucarística y que llegó a especializarse en preparar niñas para
el gran encuentro con Jesús, la primera Comunión resultó casi improvisada.
Su confesión fue precipitada, por lo cual no halló palabras convenientes para expresar sus
pequeñas faltas. Y en cuanto a su primera Comunión, ella nos dice en su Autobiografía con una
sinceridad y humildad que encanta: "Yo no llevé mas preparación que una mala confesión y una
rabia mal reprimida, causada por tres cosas: la primera porque me llevaron en ayunas. Cuando
reclamé, me hicieron repetir lo que dice Astete respecto a las disposiciones corporales. La
segunda, porque me rezaban al oído, y eso no podía soportarlo. Y la tercera: porque la Sagrada
Hostia me supo muy mal y me creí engañada, porque me habían dicho que comulgar era muy
sabroso y yo creía que se referían al sabor de las especies. Sólo se calmó mi rabia cuando me
dieron el desayuno, que fue mejor que el ordinario".
Laura, que había de ser una andariega de Dios, no tuvo en su niñez y juventud habitación fija o
"ciudad permanente", por decirlo con frase de san Pablo. De Amalfi pasó al pueblo de Donmatías,
en donde su madre residió algunos meses, ejerciendo de maestra. De Donmatías volvió aún con
su madre y sus hermanos a Medellín, pero como la pobreza seguía cortejándolos porfiadamente,
hubo que colocar a los tres niños en sendas casas de parientes. A Laura, le tocó vivir en Robledo
en casa de un familiar algo frío y desamorado que con su conducta contribuyó al acrisolamiento de
su alma y a orientarla hacia lo eterno e inmutable. Para entrar de lleno en los planes divinos, "Dios
- dice ella - comenzó a confitar mi alma con el dolor".
Este peregrinar continuo de Laura, parece un pronóstico de las correrías asombrosas de su vida
misionera. De igual modo, las obras de caridad, ya entonces practicadas, anuncian lo que fueron
sus días y sus actividades posteriores: un desbordamiento del alma en beneficio del prójimo, un
gastarse y consumirse para la salvación de sus hermanos. Laura Montoya no nació santa, se hizo
santa con la gracia de Dios y con el propio esfuerzo. Y justamente su Autobiografía palpita de
humanidad. Porque ella misma declara con llaneza los manchones y los rasguños de su espíritu.
Declara que en su primera confesión, hecha sin preparación, no acertó a decir unas faltas de su
niñez y que ello le fue remordiendo y torturando hasta que a los once años hizo una confesión con
integridad y dolor, en los ejercicios que predicó el celoso párroco de Robledo.
Laura Montoya Upegui heredera de los valores de su raza, rompe todos los moldes
preestablecidos. Posee todas las virtudes que necesita para lanzarse como protagonista de una
historia excepcional en los anales de la historia eclesiástica latinoamericana. Logró superar el
concepto de inferioridad y debilidad femenina, demostrando que es posible llevar adelante obras de
gran contenido social y religioso. Creyó en el valor de la mujer, de su trabajo, de su capacidad para
llegar al más débil y oprimido y elevarlo a su dignidad de hombre e hijo de Dios.
Llegó a la convicción de que las mujeres son las más indicadas para llegar como portadoras del
Evangelio, junto a los indígenas. Su feminidad con sus notas características de ternura,
perseverancia, bondad, acogida, su modo de sentir y amar y su capacidad "maternal" de relación
puede establecer vínculos fructíferos en su misión evangelizadora. Se sintió madre espiritual de los
indígenas e infieles del mundo a quienes Dios ama con corazón de madre. Quiso mostrar con su
vida la doctrina que enseñaba. Da una respuesta efectiva a la realidad que la circundaba. Su
respuesta impactó en la sociedad porque rompió esquemas y se encarnó en la realidad del indio
desprotegido. Su juventud fue una escuela de sufrimiento y un proceso de formación guiada por el
Espíritu de Dios aprendió a sufrir en silencio, a integrar la fe y la vida. Estando de Directora de este Colegio, Monseñor Pardo Vergara Arzobispo de Medellín, le anunció que su vocación era la de Ana
la profetiza, desde entonces los infieles comenzaron a ser un verdadero tormento para su alma.
En 1905 apareció la novela "Hija espiritual" del doctor Alfonso Castro. Éste le hizo saber a Laura
que tumbaría el Colegio. Este se acabó porque con esta novela los padres de familia se
atemorizaron y el colegio se desacreditó. Clausurado el colegio, Laura se trasladó a la población de
La Ceja donde trabajó como maestra en la escuela oficial, bajo la dirección de una señora que se
aprovechó de su situación y descrédito, para humillarla y exigirle mucho más que lo que podía en
esas circunstancias. Allí renovó sus votos por devoción. Laura sintió adhesión a la calumnia y en
una locura de amor, se hizo el tatuaje de una cruz en el pecho. Regresó a Medellín, donde su
madre y Carmelita su hermana estaban en una gran penuria económica. Por orden del Vicario
General de la arquidiócesis, hizo su defensa en "Carta abierta", escrita con el fin de defender la
educación católica de los ataques que le hacían en la novela del doctor Castro
Esta defensa puso muy en alto su nombre. En esta carta dicen algunos, ella se muestra "no sólo
como estilista consumada" sino también como mujer de Dios, con el único interés de darle gloria.
En este tiempo, Laura se encargó de la educación de algunos niños con clases particulares. En
1907 fue nombrada oficialmente como maestra en la pequeña población de Marinilla a pocos
kilómetros de Medellín. "Estando en esa población como maestra, una tarde después de terminar
sus clases fue a visitar el Santísimo, tuvo su encuentro místico con la Paternidad de Dios, cumbre
de su experiencia trinitaria. Arrodillada en la primera grada del comulgatorio, oraba con su
acostumbrado dolor por las almas de los infieles, cuando sintió un dolor tan profundo que no dudó
de la maternidad que el Eterno Padre le confiaba".
Laura escribe: "Me parecía como que entendía la generación eterna del Verbo. ¡Aquello no era
simplemente una luz! Era como un encuentro con la Paternidad Divina, como en sustancia. Me
dejó tal conocimiento del misterio que me parecía verlo, y toda paternidad me parecía oscura y
fantástica. Comprendí con una luz deslumbradora la adopción de los hombres y cómo entraba en
la suprema paternidad de Dios... Me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad
haciéndome madre, del modo más intenso, de los infieles... desde entonces los llamé mi llaga". "Su
llaga" es un dolor por aquellos que viven sin alimento espiritual, sin sacramentos, y sobre todo, sin
conocer a un Padre Dios que los ama tanto. Entonces, una extraña sensación de dolor por ellos, de
deseo de hacer algo por su bien, la invadió como invaden las aguas los terrenos sedientos….. Sin
dejar de pensar ingresar al Monasterio de el Carmelo, su primigenia vocación, hizo proyectos para
ver cómo podría trabajar a favor de estos infieles, especialmente los indios de Antioquia.
De esta experiencia brotó su posición delante del Ser Inmenso de Dios: "Ante tanta grandeza, Dios
mío, cuán bien me sienta la consideración de mi pequeñez, viéndote tan grande, ¡Dios de mi alma!
Sí, en el aniquilamiento que produce tu misterio en mi espíritu, siento verdadero reposo, siento
seguridad y paz". El amor paternal-maternal de Dios se hizo fuerza irresistible y vivificante que la
impulsó a trabajar por la salvación de los hombres: "Un solo
dolor y una sola aspiración había en mi vida: Dios ultrajado y
no conocido y mi ansia por darlo a conocer!"
El misterio de filiación vivido con tan especial intensidad, la
condujo a detectar la necesidad imperiosa de hacerlo conocer
y amar de todos los hombres. Esta gracia especialísima se
repitió una y otra vez, en el tiempo en que Dios la preparaba
para la Obra a la que la había destinado: "Otra vez me vi en
Dios y como que me arropaba con su paternidad, haciéndome
madre, del modo más intenso, de los infieles. Desde aquello
los tuve como si se formaran en mi hijos que no conocía; me
daba ya algo como sublime que sin producirme todavía un
dolor muy sensible, me dolían como verdaderos hijos". En ella
la acción apostólica que emprendió brotó de esta íntima unión con Dios en el misterio PATERNIDAD- FILIACION. Laura en su ascensión a Dios llegó hasta las
últimas cumbres de la perfección y el amor llegó a su plenitud: amor perfecto, absorbente y
dominante: "Mi actitud delante de Dios es como una fusión y mis intereses son como los suyos y
unos mismos."
Laura Montoya, en su experiencia de Dios Padre-Madre, descubrió que podía liberarse de las
normas limitantes de su tiempo e internarse en la selva, para predicar y practicar con audacia y
sencillez el Evangelio, que vence la más sólida rudeza y de esta manera, llevar hasta la mente de
los indígenas el mensaje de Redención, de un Dios que nos ama con tierno corazón. Sus
sentimientos en relación con estos hermanos oprimidos lo manifiesta en sus escritos: "¡Para los
indios, nos dice, la vida con su séquito de dolores no guarda ni una esperanza! Las incomodidades
de la vida, acrecentadas formidablemente por el medio selvático y por la ignorancia de cuanto
pueda aliviar la vida humana, los va destruyendo cruelmente... todo a su alrededor es duro, cruel y
áspero". En la iglesia no existían en ese entonces, congregaciones femeninas cuyas estructuras
facilitaran la evangelización de los grupos indígenas ubicados en lugares selváticos. Las cartas de
respuesta que llegaron a las manos de la señorita Laura, cuando buscaba comunidades femeninas
que se internaran en la selva para evangelizar y catequizar a los indios, muestran a las claras, que
sus reglas no permitían un trabajo realizado fuera de sus casas religiosas, en lugares tan
inhóspitos y en las condiciones de pobreza en que debían ser fundadas dichas casas religiosas.
Laura Montoya Upegui movida por el Espíritu de Dios y su gran celo apostólico, se decide a
"catequizar" personalmente a los indios. Concibe una comunidad diferente que se sale de modelos
existentes para realizar una misión liderada por mujeres y llevada a cabo en lugares selváticos e
incomunicados. A imitación de Jesús que se encarnó entre los hombres para salvarnos y liberarnos
del pecado, Laura concibe una Congregación que se pone al nivel del indígena, del negro, del
explotado. Vive, comparte y trata de pensar como ellos, se deja guiar por el amor, no impone por la
fuerza sino que convence con el testimonio, con la vida misma de pobreza, humildad, sencillez,
bondad y amor eficaz.
Con la aprobación de Monseñor Maximiliano Crespo Obispo de Santa Fe de Antioquia, con un
pequeño grupo de mujeres esforzadas sale hacia la región del Urabá antioqueño, donde la selva y
los ríos se entrecruzan, las fieras y el clima ardiente atemorizan para adentrarse en lo desconocido.
Sólo la luz de la Fe y su amor apasionado a Dios y a los indios, fortalecen asombrosamente las
fuerzas de estas mujeres intrépidas.
Fueron ellas: Laura Montoya Upegui, Mercedes Giraldo Zuluaga, Matilde Escobar Posada, Ana de
Jesús Saldarriaga Jaramillo, Carmen Rosa Jaramillo, María de Jesús López y su madre, Dolores
Upegui V. de Montoya como compañía, quienes salieron de Medellín hacia Dabeiba, el 4 de Mayo
de 1914, con el ánimo de ser MAESTRAS Y CATEQUISTAS DE LOS INDIOS. Llegaron a Dabeiba
después de un fatigoso viaje el 14 del mismo mes. Llevaban sus pobres pertenencias en una recua
de mulas conducida por un peón. El indio infravalorado, repudiado y hostilizado, comenzó a ser el
centro de atención de estas infatigables viajeras. La Madre Laura posee recursos metodológicos,
una rica iniciativa y la ayuda poderosa de Dios. Busca un régimen, una manera de proceder que
facilita la obra evangelizadora. Consiste en la formación de centros misioneros que ponen en
movimiento y nutren enseñanzas ambulantes en su derredor. Centros que se fundan en lugares
rodeados de varias parcialidades indígenas y a ellos concurren los indios que puedan hacerlo, para
los que viven mas distantes funda las Ambulancias.
El trabajo de excursiones o correrías misioneras por las selvas y los ríos, comenzó en el mismo
año de la fundación: el 7 de agosto de 1914, con el fin de explorar el terreno y buscar modos y
lugares dónde establecer centros misioneros, o de visitar los enfermos distantes y darles
enseñanza transitoria. Eran esas excursiones realizadas de la manera más prudente, aunque no
dejaban de ser de mucho peligro por lo desconocido. En estas correrías, como en general en todo
el trabajo apostólico, Dios obró verdaderos prodigios en favor de los indios.El pequeño grupo misionero fue creciendo. Eran ya 40 Hermanas que trabajaban en la zona de
Urabá, en cinco centros misioneros, cuando se le presentó la oportunidad de buscar "más almas"
por lo territorios aislados del ignoto Uré. Le hablaron a la Madre de "indios muy salvajes" en el San
Jorge, localidad dependiente eclesiásticamente de monseñor Adán Brioschi, arzobispo de
Cartagena. Para esa desconocida región avanzó la Madre Laura con la Hna. Ma. de la Sagrada
Pasión y un fiel peón, Efraín, atravesando en su fuerte mula "La Flores", los montes de Ituango. Sin
sacerdote, sin recursos económicos después de una accidentada aventura que comenzó el nueve
de septiembre de 1919 y terminó en diciembre de ese año cuando estableció en URE una misión
para trabajar con los negros de la región.
Esta fundación de Uré mostró a la Madre otros campos en donde trabajar: los negros, los mestizos
que formaban pequeños grupos a orillas de los ríos, carentes de todo auxilio espiritual, en
condiciones de aislamiento y desamparo por parte de la Iglesia. Por ellos trabajó y se preocupó de
establecer casas misioneras en todo este territorio. La Madre tuvo desde un principio muchas
dificultades Porque no entendían su manera de evangelizar y sobre todo de ser religiosa. Fueron
causa de sufrimiento para las primeras Hermanas, la actitud de algunos sacerdotes y obispos, la
falta de auxilio espiritual en las pequeñas casas de misión, las incomprensiones de las autoridades
civiles y del Protector de los indígenas. En general, podemos decir que no pudieron entender el
carisma nuevo y providencial de la Congregación.
De cuando en cuando, hacía sus asomaditas a Santa Fe de Antioquia, a ver a sus hijas y llevarles
el calor de su palabra, siempre luminosa y estimulante. Y para facilitarle su comunión de la
mañana, su media hora de cielo anticipado, alquiló una casa en san Benito, cercana a la iglesia a
donde pasaba cuando las fuerzas se lo consentían, a recibir a su Dios o conversar con Él. Otras
veces, un buen padre franciscano le llevaba la comunión a la casa. Fue éste un tiempo muy lleno
de las visitaciones de Dios.
El 30 de julio de 1928, por circular fechada en santa Fe de Antioquia, la Madre Laura de Santa
Catalina, superiora general, convocaba a las religiosas que canónicamente podían asistir al primer
capítulo general de elecciones que se reuniría en dicha ciudad el 26 de diciembre. La Madre
hablaba de elección para doce años, pero luego se vio que tal plazo era contrario al derecho y se
fijó en un sexenio. Antes de procederse a votación y escrutinio, la Madre presentó renuncia de su
cargo y rogó se la exonerara del primer puesto. Pero fue reelegida por unanimidad de votos. Para
confirmarla en el cargo supremo se necesitaba la aprobación de la Santa Sede. Por eso se
encargó del gobierno la madre asistenta María de San José, mientras el señor Toro se dirigía al
nuncio de Su Santidad pidiéndole el favor de solicitar de Roma la confirmación de la Madre en el
cargo de superiora general. La respuesta o tardó o no llegó. Nada raro en los correos colombianos
de aquella época, en que un franciscano español residente en Medellín, solicitaba humildemente al
gobierno el establecimiento de un carro de bueyes para llevar los telegramas urgentes de Bogotá a
Medellín... Sea lo que fuere, monseñor Toro se quedó esperando la respuesta y en vista de todo,
optó por hacer la respectiva diligencia ante la sagrada Congregación de religiosos, en su visita ad
limina. La pidió y la consiguió sin dificultad. Y con monseñor Afanador y Cadena, obispo de Nueva
Pamplona, envió a Madre Laura el oportuno rescripto. Pero al regresar monseñor Toro de su
peregrinación a Roma y a Tierra Santa, encontró en su despacho una carta del Señor Nuncio en
que le comunicaba que la Sagrada Congregación no aprobaba la reelección de la Madre Laura,
entre varios inconvenientes, por hallarse anciana y achacosa. Explicó el caso Monseñor Toro al
Señor Nuncio, le expuso que la Madre Laura ya había tomado posesión de su cargo. Contestó el
Neñor Nuncio que la resolución por él recibida desde Roma era anterior y por consiguiente la única
válida.
En vista de todo, la Madre reiteró su renuncia, aunque había quiénes se la desaconsejaban, y el
Señor Nuncio, complacido de esta actitud, obtuvo de la Sagrada Congregación de religiosos la
omisión de un nuevo Capítulo General, que hubiera resultado gravemente oneroso para la
Congregación en medio de la crisis monetaria que paralizaba al país, y la elección de la madre
María de San José, para superiora general hasta septiembre de 1938. A pesar de explicaciones del obispo y de la fundadora, parece que el señor Giobbe quedó un tanto suspicaz y caviloso. Pero se
le olvidaban a su excelencia las lentitudes de los correos de esa época y que su carta al prelado
había viajado primero a Jericó, de donde había que comunicarla a Santa Fe, en el caso favorable
de que el pastor no estuviera ausente.
Había en su interior un conflicto angustioso. De una parte, deseaba dejar el cargo, "para
ejercitarme en la querida obediencia siquiera un tiempecito antes de morir"; pero, de otra parte, y
mirando a lo que estimaba el mayor provecho y la consolidación de una obra destinada a salvar las
almas, quería seguir influyendo. Quería -dice- acabar de dar a mis hijas lo que Dios me ha dado
para ellas". Y seguramente le dolía, que ese bien intencionado anhelo fuese achacado a loca
ambición de mando. La Madre Laura supo mandar, cuando fue colocada sobre el candelero, y
supo obedecer, cuando le tocó esta suerte.
En Medellín, la vida y la jornada de la Madre discurrían alternamente entre la oración y el trabajo.
Ya no podía salir a visitar las casas, debido a la parálisis que le arrebató el movimiento de los pies.
Buena prueba para esta andariega de Dios. Sentada en su silla de manos se dedicaba al estudio y
a la tarea de escribir para sus hijas. En cada carta, la Madre les mandaba el alma. A ratos, siempre
en su silla de ruedas, iba recorriendo los pasadizos del convento para cerciorarse de la buena
marcha de la comunidad o visitar acaso a otra religiosa enferma. Conducida por alguna de sus
hijas, visitaba la capilla para conversar con su Señor o asistir en profundo recogimiento a los actos
de comunidad y a los oficios divinos. Nunca se quejó de su inmovilidad, todo lo sufrió con paciencia
y mansedumbre. Desde enero de 1949 su salud empezó a decaer notoriamente, día tras día. Sus
fuerzas, antes inagotables, para el trabajo intelectual, iban disminuyendo y gustaba entonces de
entretenerse en arreglar hilos y sedas para los indios, aunque se fatigaba. Le obsesionaban los
salasacas del Ecuador. - Con estos hilitos, decía, compraremos salasaquitas.
En semana santa de 1949, le aparecieron en las piernas unos lamparones rojos que le causaban
acerbo dolor. A pesar de ello, asistió, en cuanto pudo, a los divinos oficios y reunió varias veces a
la comunidad para platicarle de cosas del espíritu. El domingo de Pascua, que fue siempre para
ella día de júbilo, lo pasó llena de decaimiento y de tristeza. Hasta miró sin interés la hermosa
estatua del resucitado que ese año se estrenaba. Para aliviar el estado de las piernas hinchadas
acudieron varios médicos, entre ellos los doctores Luis Tirado Vélez, Ignacio Vélez Escobar y
Alfonso Velásquez que emplearon tratamientos de penicilina, pero estos resultaron inútiles. Los
médicos, a pesar de su voluntad de oro, hubieron de confesar: ¡Sólo un milagro puede curarla ! Y
en las casas comenzaron novenas particulares al franciscano fray Martín de la Palma.
Desde el domingo 21 de agosto se llevó diario de su enfermedad. Y por él conocemos una serie de
pormenores y detalles de grande edificación. El 22 a las diez y media, el padre Aníbal Wiedemann
juzgó del caso administrarle la santa unción y así se hizo en presencia de toda la comunidad, que
respondía fervorosamente a las preces rituales. Concluidos los salmos penitenciales, las religiosas
entonaron un lindo y sentido canto mariano que comienza: "Oh Madre mía, quiero desde ahora", y
que puso en todos los corazones una intensa emoción. La Madre agradeció al padre capellán la
merced de ese santo sacramento: “Que mi Dios le pague, Padre. No se imagina de cuánto
consuelo ha sido esta ceremonia para mí”. Y añadía, mirando a las novicias: "Lo único que siento
es dejar estas muchachitas". A imitación de su Dulce Maestro, había de pasar por todas las
angustias de la pasión: su cabeza atacada de meningitis, padecía un intenso dolor. Su cuerpo
llagado, empezaba a gangrenarse y no podía moverlo sin ayuda de muchas manos. Estaba
clavada en la cruz y ni siquiera podía expresar sus martirios por estar privada del uso de la palabra
durante todos esos días. De la víspera de su muerte se ha contado un hecho misterioso: A él se
refiere el entonces capellán de Belencito, Padre Aníbal Wiedemann, en la revista Almas: La víspera
de su muerte se apareció en sueños a una de sus misioneras del Ecuador y le dijo: Vengo
visitando las casas de mis religiosas, para impartirles la postrera bendición. Esto es un sueño para
su caridad, pero para mí es una realidad, mañana espero la llamada del Ángel del Señor. Su
muerte causó conmoción en Colombia entera. Prensa y radio compitieron en pregonar la grandeza
de la vida que acababa de extinguirse. De las selvas remotas llegaron a Medellín las cartas de los indios empapadas en lágrimas. Prelados, sacerdotes y comunidades religiosas coincidieron en
glorificar a la Madre Laura como dechado de almas apostólicas. El padre Enrique Rochereau
escribía en el periódico El Tiempo, de Bogotá: "Pocos sospechan, quizás, que con la muerte de la
Madre Laura, se da vuelta a una de las páginas más extraordinarias de la historia patria". La Madre
Laura quería convertir su muerte en homenaje de adoración a Dios. En uno de sus "Lampos" dejó
hablar así su alma:
"¡Oh Señor omnipotente, cuya soberanía rendidamente reconozco ! Desde el fondo de mi nada te
alabo y cuánto diera porque mis alabanzas fueran dignas de tu grandeza. El que te alaba se
engrandece, tal es tu condición. Adorarte la nada, Dios mío, ya es convertirse en algo. Por eso, mi
omnipotente Señor, quiero adorarte y aclamarte, alabando tu soberanía con cuanto soy y cuanto
tengo. Pero ya ves, Dios mío, que soy nada y que mi poder es negación de poder. Pues entonces,
¿qué hago cuando digo que te alabo y adoro con cuanto soy, si soy nada? Y ¿qué hago cuando
digo que te alabo con cuanto puedo, si mi poder es pura negación de todo poder? Nada,
absolutamente ofrezco, pero engrandezco mi nada, porque el adorarte es engrandecerse. Dígnate
pues recibir por adelantado, ese homenaje y para que mi rendimiento sea tal que nada quede en
mí que no sea para tu honor y gloria. Quiero que mi muerte, es decir, la separación de mi alma y de
mi cuerpo, sea un homenaje de adoración ante tu soberanía.
Oh, ¿qué honor puede ser comparable al honor de adorarte y engrandecerte con la destrucción del
propio ser por miserable que él sea? Y como es cierto que he de morir, recibe, pues, grandeza
infinita de mi Dios, mi muerte y la destrucción de mi ser como un prolongado hilo de humo de
adoración y de incienso que se levante de mi lecho de muerte y de mi tumba, con la lenta
destrucción de este ser que me has dado y que delante de Ti se consume ahora, en un amor
comprimido y como estrechado por lo temporal. Y, qué paralelo, Dios mío. Noé después del
conflicto hecho por el diluvio, reconoció la infinita sabiduría de Dios levantando un altar sobre el
lodazal, quizás ya infecto de la tierra desjugada e ingrata y ofreció un holocausto que fue de tan
suave olor delante del Señor, que le valió la promesa de Dios de no volver a castigar la tierra con
un diluvio.
Pues he aquí que esta pobre criatura tuya, Señor mío omnipotente, después del diluvio de una
larga vida de pecado, imperfecciones e ingratitudes, después del diluvio de mis dolores de la tierra,
quiero que mi lecho de muerte y mi tumba sean el altar elevado sobre la ruina de mis días
temporales, tan llenos de miserias, para en él ofrendarle el holocausto de mi vida y que a ese altar
la muerte llegue como fuego sacro a consumir mi cuerpo, a liquidar mis fuerzas en tu honor, a
esfumar mi vida en reconocimiento de tu soberanía, Señor mío, creador de lo mismo que en ese
altar te sacrifico .Por lo tanto, es mi intención, Dios mío, que cuando de cualquier manera se me
anuncie que el término de mi permanencia sobre la tierra se avecina, entregarme al sacrificio,
como el cordero degollado sobre el altar se deja consumir por el fuego, a fin de que el humo
producido por ese cuerpo suba en suave olor de adoración ante tu soberanía.
Sí, escucharé entonces, llena de regocijo las palabras con que Dios promete al alma justa
perseguida, su recompensa: "Pobrecilla, le dice el Señor, pobrecilla, combatida tanto tiempo por la
tempestad, privada de toda consuelo: mira que yo mismo colocaré por orden las piedras y te
edificaré sobre zafiros y haré de jaspe tus baluartes y de piedras de relieve tus puertas y de piedras
preciosas todos tus recintos". Y así, de antemano, Dios de mi corazón, digo:
Sí, te diré en mi agonía,
sí, al extinguirse el aliento,
sí, al terminar de mi vida,
sí, al traspasar del tiempo.
Sí, en el dolor de mi carne,
sí, al deshacerse mis huesos,
sí, en el podrirse de mi sangre,
sí, en el cerrárseme el tiempo.
Quiero decir sí al moriry sí cantar al escuchar
el sí que tanto anhelo
y diciéndote sí, llegar al cielo.
Sí, dirá el humo de mi holocausto,
sí, el extinguirse del fuego
sí, las cenizas que llevan el viento,
sí, hasta Ti levantar el vuelo
26 de Mayo de 1874. Vio la luz primera a las ocho de la
mañana. Recibió las aguas del bautismo a las doce del
mismo día.
Tal era la costumbre de aquellos hogares cristianos. He
aquí la partida bautismal: En la iglesia parroquial de
Nuestra Señora de las Mercedes de Jericó, a 26 de
mayo de mil ochocientos setenta y cuatro, el presbítero
Evaristo Uribe mi coadjutor, bautizó solemnemente a
una niña nacida el mismo día, a quien nombró María
Laura de Jesús, hija legítima de Juan de la Cruz
Montoya y María Dolores Upegui, vecinos de esta
Parroquia. Abuelos paternos: Cristóbal Montoya y María
de Jesús González; maternos Lucio Upegui y Mariana
Echavarría; fueron los padrinos Domingo Montoya y
Juliana Rafaela Montoya, a quienes advirtió el
parentesco y obligaciones que contrajeron. Doy fe.
Jesús María Florez" Rubricado.
Dice la Madre: "Cuando conocí que tal nombre se deriva
de laurel, que significa inmortalidad lo he amado, porque
traduce aquella palabra: "Con caridad perpetua te amé". Si es perpetua, ha de ser inmortal e
inmortal ha de ser mi amor. Y mi nombre fue el sello de esa inmortalidad de amores entre Dios y su
creatura. Inmortal ha de ser la fe que con el nombre recibí".
Años adelante, cuando Laura va a comenzar la obra grande de toda su vida, la fundación de su
instituto misionero, todas las compañeras se cambian el nombre pero a ella Monseñor Maximiliano
Crespo se lo conserva. Laura ha de ser su nombre. "Todo, comenta agradecida, es predilección de
parte de Dios. Por mi parte, no he hecho otra cosa que sembrar muerte en el girón de vida eterna
que Dios infundió en mi alma con el santo bautismo"
Laura Montoya, que, digámoslo desde ahora, en no pocos aspectos de espiritualidad y apostolado
que hoy van imponiéndose, fue una genial adelantada, sintió y cantó muy vivamente la gracia del
bautismo.
"Dios mío, ¡qué pronto comenzaste a mostrar predilección por esta miserable criatura que tan
ingrata te ha sido ! Aquí si que mostraste la verdad de aquella palabra: Con caridad perpetua te
amé y por eso te atraje a mí. Por eso te apresuraste a hacerla tuya, metiéndola en las redes de la
gracia santificante, tan luego como estuvo libre del materno encierro. ¡Ay ! ¡Cuánto dolor me causa
el pensar que criatura tan amada no hubiera esperado a darse cuenta de tus misericordias para
ofenderte !
La fuente bautismal de la antigua Iglesia de Jericó fue mudo testigo de mi filiación divina a los
claros resplandores del sol del medio día. Por eso al conocerla en 1909, es decir treinta y cinco
años después, derramé un torrente de lágrimas, dulce mezcla de amargo dolor por mi ya perdida
inocencia y del más acendrado agradecimiento ante aquel mudo testigo del primer beso, de aquella
caridad perpetua con que me amaste, Dios mío, desde la eternidad.
Por eso al entrar a la ciudad que me vio nacer, antes que recorrer sus calles, antes de mirar sus
edificios y aun, antes de adoraros en tu sagrario, busqué con ansia loca el único objeto que allí
perseguía, la sagrada pila bautismal, diciendo dentro de mí: ¡Oh mi estola bautismal! ¡Oh mi
inocencia que te fuiste! ¡Oh mi filiación divina desfigurada! Mis lágrimas alarmaron a mis
compañeras de viaje, que no sentían como yo el dolor de una joya perdida ni el hálito de un amor
perpetuo, exteriorizado treinta y cinco años antes en aquel lugar. Visité después la casa donde nací, me refirieron las alegrías y dolores allí pasados por mis padres. Pero ya nada me conmovió.
Todo era muerto para mí, menos la fuente en donde Dios me dio su primer ósculo".
Con los albores de la niñez, el carácter de Laura despuntó alegre, pero fue un despunte nada más.
Pueden mucho sobre un alma niña la orfandad, la pobreza rayana en miseria y esos ojos de la
madre, velados frecuentemente por las lágrimas.
Para esta niña, que después fue tan eucarística y que llegó a especializarse en preparar niñas para
el gran encuentro con Jesús, la primera Comunión resultó casi improvisada.
Su confesión fue precipitada, por lo cual no halló palabras convenientes para expresar sus
pequeñas faltas. Y en cuanto a su primera Comunión, ella nos dice en su Autobiografía con una
sinceridad y humildad que encanta: "Yo no llevé mas preparación que una mala confesión y una
rabia mal reprimida, causada por tres cosas: la primera porque me llevaron en ayunas. Cuando
reclamé, me hicieron repetir lo que dice Astete respecto a las disposiciones corporales. La
segunda, porque me rezaban al oído, y eso no podía soportarlo. Y la tercera: porque la Sagrada
Hostia me supo muy mal y me creí engañada, porque me habían dicho que comulgar era muy
sabroso y yo creía que se referían al sabor de las especies. Sólo se calmó mi rabia cuando me
dieron el desayuno, que fue mejor que el ordinario".
Laura, que había de ser una andariega de Dios, no tuvo en su niñez y juventud habitación fija o
"ciudad permanente", por decirlo con frase de san Pablo. De Amalfi pasó al pueblo de Donmatías,
en donde su madre residió algunos meses, ejerciendo de maestra. De Donmatías volvió aún con
su madre y sus hermanos a Medellín, pero como la pobreza seguía cortejándolos porfiadamente,
hubo que colocar a los tres niños en sendas casas de parientes. A Laura, le tocó vivir en Robledo
en casa de un familiar algo frío y desamorado que con su conducta contribuyó al acrisolamiento de
su alma y a orientarla hacia lo eterno e inmutable. Para entrar de lleno en los planes divinos, "Dios
- dice ella - comenzó a confitar mi alma con el dolor".
Este peregrinar continuo de Laura, parece un pronóstico de las correrías asombrosas de su vida
misionera. De igual modo, las obras de caridad, ya entonces practicadas, anuncian lo que fueron
sus días y sus actividades posteriores: un desbordamiento del alma en beneficio del prójimo, un
gastarse y consumirse para la salvación de sus hermanos. Laura Montoya no nació santa, se hizo
santa con la gracia de Dios y con el propio esfuerzo. Y justamente su Autobiografía palpita de
humanidad. Porque ella misma declara con llaneza los manchones y los rasguños de su espíritu.
Declara que en su primera confesión, hecha sin preparación, no acertó a decir unas faltas de su
niñez y que ello le fue remordiendo y torturando hasta que a los once años hizo una confesión con
integridad y dolor, en los ejercicios que predicó el celoso párroco de Robledo.
Laura Montoya Upegui heredera de los valores de su raza, rompe todos los moldes
preestablecidos. Posee todas las virtudes que necesita para lanzarse como protagonista de una
historia excepcional en los anales de la historia eclesiástica latinoamericana. Logró superar el
concepto de inferioridad y debilidad femenina, demostrando que es posible llevar adelante obras de
gran contenido social y religioso. Creyó en el valor de la mujer, de su trabajo, de su capacidad para
llegar al más débil y oprimido y elevarlo a su dignidad de hombre e hijo de Dios.
Llegó a la convicción de que las mujeres son las más indicadas para llegar como portadoras del
Evangelio, junto a los indígenas. Su feminidad con sus notas características de ternura,
perseverancia, bondad, acogida, su modo de sentir y amar y su capacidad "maternal" de relación
puede establecer vínculos fructíferos en su misión evangelizadora. Se sintió madre espiritual de los
indígenas e infieles del mundo a quienes Dios ama con corazón de madre. Quiso mostrar con su
vida la doctrina que enseñaba. Da una respuesta efectiva a la realidad que la circundaba. Su
respuesta impactó en la sociedad porque rompió esquemas y se encarnó en la realidad del indio
desprotegido. Su juventud fue una escuela de sufrimiento y un proceso de formación guiada por el
Espíritu de Dios aprendió a sufrir en silencio, a integrar la fe y la vida. Estando de Directora de este Colegio, Monseñor Pardo Vergara Arzobispo de Medellín, le anunció que su vocación era la de Ana
la profetiza, desde entonces los infieles comenzaron a ser un verdadero tormento para su alma.
En 1905 apareció la novela "Hija espiritual" del doctor Alfonso Castro. Éste le hizo saber a Laura
que tumbaría el Colegio. Este se acabó porque con esta novela los padres de familia se
atemorizaron y el colegio se desacreditó. Clausurado el colegio, Laura se trasladó a la población de
La Ceja donde trabajó como maestra en la escuela oficial, bajo la dirección de una señora que se
aprovechó de su situación y descrédito, para humillarla y exigirle mucho más que lo que podía en
esas circunstancias. Allí renovó sus votos por devoción. Laura sintió adhesión a la calumnia y en
una locura de amor, se hizo el tatuaje de una cruz en el pecho. Regresó a Medellín, donde su
madre y Carmelita su hermana estaban en una gran penuria económica. Por orden del Vicario
General de la arquidiócesis, hizo su defensa en "Carta abierta", escrita con el fin de defender la
educación católica de los ataques que le hacían en la novela del doctor Castro
Esta defensa puso muy en alto su nombre. En esta carta dicen algunos, ella se muestra "no sólo
como estilista consumada" sino también como mujer de Dios, con el único interés de darle gloria.
En este tiempo, Laura se encargó de la educación de algunos niños con clases particulares. En
1907 fue nombrada oficialmente como maestra en la pequeña población de Marinilla a pocos
kilómetros de Medellín. "Estando en esa población como maestra, una tarde después de terminar
sus clases fue a visitar el Santísimo, tuvo su encuentro místico con la Paternidad de Dios, cumbre
de su experiencia trinitaria. Arrodillada en la primera grada del comulgatorio, oraba con su
acostumbrado dolor por las almas de los infieles, cuando sintió un dolor tan profundo que no dudó
de la maternidad que el Eterno Padre le confiaba".
Laura escribe: "Me parecía como que entendía la generación eterna del Verbo. ¡Aquello no era
simplemente una luz! Era como un encuentro con la Paternidad Divina, como en sustancia. Me
dejó tal conocimiento del misterio que me parecía verlo, y toda paternidad me parecía oscura y
fantástica. Comprendí con una luz deslumbradora la adopción de los hombres y cómo entraba en
la suprema paternidad de Dios... Me vi en Dios y como que me arropaba con su paternidad
haciéndome madre, del modo más intenso, de los infieles... desde entonces los llamé mi llaga". "Su
llaga" es un dolor por aquellos que viven sin alimento espiritual, sin sacramentos, y sobre todo, sin
conocer a un Padre Dios que los ama tanto. Entonces, una extraña sensación de dolor por ellos, de
deseo de hacer algo por su bien, la invadió como invaden las aguas los terrenos sedientos….. Sin
dejar de pensar ingresar al Monasterio de el Carmelo, su primigenia vocación, hizo proyectos para
ver cómo podría trabajar a favor de estos infieles, especialmente los indios de Antioquia.
De esta experiencia brotó su posición delante del Ser Inmenso de Dios: "Ante tanta grandeza, Dios
mío, cuán bien me sienta la consideración de mi pequeñez, viéndote tan grande, ¡Dios de mi alma!
Sí, en el aniquilamiento que produce tu misterio en mi espíritu, siento verdadero reposo, siento
seguridad y paz". El amor paternal-maternal de Dios se hizo fuerza irresistible y vivificante que la
impulsó a trabajar por la salvación de los hombres: "Un solo
dolor y una sola aspiración había en mi vida: Dios ultrajado y
no conocido y mi ansia por darlo a conocer!"
El misterio de filiación vivido con tan especial intensidad, la
condujo a detectar la necesidad imperiosa de hacerlo conocer
y amar de todos los hombres. Esta gracia especialísima se
repitió una y otra vez, en el tiempo en que Dios la preparaba
para la Obra a la que la había destinado: "Otra vez me vi en
Dios y como que me arropaba con su paternidad, haciéndome
madre, del modo más intenso, de los infieles. Desde aquello
los tuve como si se formaran en mi hijos que no conocía; me
daba ya algo como sublime que sin producirme todavía un
dolor muy sensible, me dolían como verdaderos hijos". En ella
la acción apostólica que emprendió brotó de esta íntima unión con Dios en el misterio PATERNIDAD- FILIACION. Laura en su ascensión a Dios llegó hasta las
últimas cumbres de la perfección y el amor llegó a su plenitud: amor perfecto, absorbente y
dominante: "Mi actitud delante de Dios es como una fusión y mis intereses son como los suyos y
unos mismos."
Laura Montoya, en su experiencia de Dios Padre-Madre, descubrió que podía liberarse de las
normas limitantes de su tiempo e internarse en la selva, para predicar y practicar con audacia y
sencillez el Evangelio, que vence la más sólida rudeza y de esta manera, llevar hasta la mente de
los indígenas el mensaje de Redención, de un Dios que nos ama con tierno corazón. Sus
sentimientos en relación con estos hermanos oprimidos lo manifiesta en sus escritos: "¡Para los
indios, nos dice, la vida con su séquito de dolores no guarda ni una esperanza! Las incomodidades
de la vida, acrecentadas formidablemente por el medio selvático y por la ignorancia de cuanto
pueda aliviar la vida humana, los va destruyendo cruelmente... todo a su alrededor es duro, cruel y
áspero". En la iglesia no existían en ese entonces, congregaciones femeninas cuyas estructuras
facilitaran la evangelización de los grupos indígenas ubicados en lugares selváticos. Las cartas de
respuesta que llegaron a las manos de la señorita Laura, cuando buscaba comunidades femeninas
que se internaran en la selva para evangelizar y catequizar a los indios, muestran a las claras, que
sus reglas no permitían un trabajo realizado fuera de sus casas religiosas, en lugares tan
inhóspitos y en las condiciones de pobreza en que debían ser fundadas dichas casas religiosas.
Laura Montoya Upegui movida por el Espíritu de Dios y su gran celo apostólico, se decide a
"catequizar" personalmente a los indios. Concibe una comunidad diferente que se sale de modelos
existentes para realizar una misión liderada por mujeres y llevada a cabo en lugares selváticos e
incomunicados. A imitación de Jesús que se encarnó entre los hombres para salvarnos y liberarnos
del pecado, Laura concibe una Congregación que se pone al nivel del indígena, del negro, del
explotado. Vive, comparte y trata de pensar como ellos, se deja guiar por el amor, no impone por la
fuerza sino que convence con el testimonio, con la vida misma de pobreza, humildad, sencillez,
bondad y amor eficaz.
Con la aprobación de Monseñor Maximiliano Crespo Obispo de Santa Fe de Antioquia, con un
pequeño grupo de mujeres esforzadas sale hacia la región del Urabá antioqueño, donde la selva y
los ríos se entrecruzan, las fieras y el clima ardiente atemorizan para adentrarse en lo desconocido.
Sólo la luz de la Fe y su amor apasionado a Dios y a los indios, fortalecen asombrosamente las
fuerzas de estas mujeres intrépidas.
Fueron ellas: Laura Montoya Upegui, Mercedes Giraldo Zuluaga, Matilde Escobar Posada, Ana de
Jesús Saldarriaga Jaramillo, Carmen Rosa Jaramillo, María de Jesús López y su madre, Dolores
Upegui V. de Montoya como compañía, quienes salieron de Medellín hacia Dabeiba, el 4 de Mayo
de 1914, con el ánimo de ser MAESTRAS Y CATEQUISTAS DE LOS INDIOS. Llegaron a Dabeiba
después de un fatigoso viaje el 14 del mismo mes. Llevaban sus pobres pertenencias en una recua
de mulas conducida por un peón. El indio infravalorado, repudiado y hostilizado, comenzó a ser el
centro de atención de estas infatigables viajeras. La Madre Laura posee recursos metodológicos,
una rica iniciativa y la ayuda poderosa de Dios. Busca un régimen, una manera de proceder que
facilita la obra evangelizadora. Consiste en la formación de centros misioneros que ponen en
movimiento y nutren enseñanzas ambulantes en su derredor. Centros que se fundan en lugares
rodeados de varias parcialidades indígenas y a ellos concurren los indios que puedan hacerlo, para
los que viven mas distantes funda las Ambulancias.
El trabajo de excursiones o correrías misioneras por las selvas y los ríos, comenzó en el mismo
año de la fundación: el 7 de agosto de 1914, con el fin de explorar el terreno y buscar modos y
lugares dónde establecer centros misioneros, o de visitar los enfermos distantes y darles
enseñanza transitoria. Eran esas excursiones realizadas de la manera más prudente, aunque no
dejaban de ser de mucho peligro por lo desconocido. En estas correrías, como en general en todo
el trabajo apostólico, Dios obró verdaderos prodigios en favor de los indios.El pequeño grupo misionero fue creciendo. Eran ya 40 Hermanas que trabajaban en la zona de
Urabá, en cinco centros misioneros, cuando se le presentó la oportunidad de buscar "más almas"
por lo territorios aislados del ignoto Uré. Le hablaron a la Madre de "indios muy salvajes" en el San
Jorge, localidad dependiente eclesiásticamente de monseñor Adán Brioschi, arzobispo de
Cartagena. Para esa desconocida región avanzó la Madre Laura con la Hna. Ma. de la Sagrada
Pasión y un fiel peón, Efraín, atravesando en su fuerte mula "La Flores", los montes de Ituango. Sin
sacerdote, sin recursos económicos después de una accidentada aventura que comenzó el nueve
de septiembre de 1919 y terminó en diciembre de ese año cuando estableció en URE una misión
para trabajar con los negros de la región.
Esta fundación de Uré mostró a la Madre otros campos en donde trabajar: los negros, los mestizos
que formaban pequeños grupos a orillas de los ríos, carentes de todo auxilio espiritual, en
condiciones de aislamiento y desamparo por parte de la Iglesia. Por ellos trabajó y se preocupó de
establecer casas misioneras en todo este territorio. La Madre tuvo desde un principio muchas
dificultades Porque no entendían su manera de evangelizar y sobre todo de ser religiosa. Fueron
causa de sufrimiento para las primeras Hermanas, la actitud de algunos sacerdotes y obispos, la
falta de auxilio espiritual en las pequeñas casas de misión, las incomprensiones de las autoridades
civiles y del Protector de los indígenas. En general, podemos decir que no pudieron entender el
carisma nuevo y providencial de la Congregación.
De cuando en cuando, hacía sus asomaditas a Santa Fe de Antioquia, a ver a sus hijas y llevarles
el calor de su palabra, siempre luminosa y estimulante. Y para facilitarle su comunión de la
mañana, su media hora de cielo anticipado, alquiló una casa en san Benito, cercana a la iglesia a
donde pasaba cuando las fuerzas se lo consentían, a recibir a su Dios o conversar con Él. Otras
veces, un buen padre franciscano le llevaba la comunión a la casa. Fue éste un tiempo muy lleno
de las visitaciones de Dios.
El 30 de julio de 1928, por circular fechada en santa Fe de Antioquia, la Madre Laura de Santa
Catalina, superiora general, convocaba a las religiosas que canónicamente podían asistir al primer
capítulo general de elecciones que se reuniría en dicha ciudad el 26 de diciembre. La Madre
hablaba de elección para doce años, pero luego se vio que tal plazo era contrario al derecho y se
fijó en un sexenio. Antes de procederse a votación y escrutinio, la Madre presentó renuncia de su
cargo y rogó se la exonerara del primer puesto. Pero fue reelegida por unanimidad de votos. Para
confirmarla en el cargo supremo se necesitaba la aprobación de la Santa Sede. Por eso se
encargó del gobierno la madre asistenta María de San José, mientras el señor Toro se dirigía al
nuncio de Su Santidad pidiéndole el favor de solicitar de Roma la confirmación de la Madre en el
cargo de superiora general. La respuesta o tardó o no llegó. Nada raro en los correos colombianos
de aquella época, en que un franciscano español residente en Medellín, solicitaba humildemente al
gobierno el establecimiento de un carro de bueyes para llevar los telegramas urgentes de Bogotá a
Medellín... Sea lo que fuere, monseñor Toro se quedó esperando la respuesta y en vista de todo,
optó por hacer la respectiva diligencia ante la sagrada Congregación de religiosos, en su visita ad
limina. La pidió y la consiguió sin dificultad. Y con monseñor Afanador y Cadena, obispo de Nueva
Pamplona, envió a Madre Laura el oportuno rescripto. Pero al regresar monseñor Toro de su
peregrinación a Roma y a Tierra Santa, encontró en su despacho una carta del Señor Nuncio en
que le comunicaba que la Sagrada Congregación no aprobaba la reelección de la Madre Laura,
entre varios inconvenientes, por hallarse anciana y achacosa. Explicó el caso Monseñor Toro al
Señor Nuncio, le expuso que la Madre Laura ya había tomado posesión de su cargo. Contestó el
Neñor Nuncio que la resolución por él recibida desde Roma era anterior y por consiguiente la única
válida.
En vista de todo, la Madre reiteró su renuncia, aunque había quiénes se la desaconsejaban, y el
Señor Nuncio, complacido de esta actitud, obtuvo de la Sagrada Congregación de religiosos la
omisión de un nuevo Capítulo General, que hubiera resultado gravemente oneroso para la
Congregación en medio de la crisis monetaria que paralizaba al país, y la elección de la madre
María de San José, para superiora general hasta septiembre de 1938. A pesar de explicaciones del obispo y de la fundadora, parece que el señor Giobbe quedó un tanto suspicaz y caviloso. Pero se
le olvidaban a su excelencia las lentitudes de los correos de esa época y que su carta al prelado
había viajado primero a Jericó, de donde había que comunicarla a Santa Fe, en el caso favorable
de que el pastor no estuviera ausente.
Había en su interior un conflicto angustioso. De una parte, deseaba dejar el cargo, "para
ejercitarme en la querida obediencia siquiera un tiempecito antes de morir"; pero, de otra parte, y
mirando a lo que estimaba el mayor provecho y la consolidación de una obra destinada a salvar las
almas, quería seguir influyendo. Quería -dice- acabar de dar a mis hijas lo que Dios me ha dado
para ellas". Y seguramente le dolía, que ese bien intencionado anhelo fuese achacado a loca
ambición de mando. La Madre Laura supo mandar, cuando fue colocada sobre el candelero, y
supo obedecer, cuando le tocó esta suerte.
En Medellín, la vida y la jornada de la Madre discurrían alternamente entre la oración y el trabajo.
Ya no podía salir a visitar las casas, debido a la parálisis que le arrebató el movimiento de los pies.
Buena prueba para esta andariega de Dios. Sentada en su silla de manos se dedicaba al estudio y
a la tarea de escribir para sus hijas. En cada carta, la Madre les mandaba el alma. A ratos, siempre
en su silla de ruedas, iba recorriendo los pasadizos del convento para cerciorarse de la buena
marcha de la comunidad o visitar acaso a otra religiosa enferma. Conducida por alguna de sus
hijas, visitaba la capilla para conversar con su Señor o asistir en profundo recogimiento a los actos
de comunidad y a los oficios divinos. Nunca se quejó de su inmovilidad, todo lo sufrió con paciencia
y mansedumbre. Desde enero de 1949 su salud empezó a decaer notoriamente, día tras día. Sus
fuerzas, antes inagotables, para el trabajo intelectual, iban disminuyendo y gustaba entonces de
entretenerse en arreglar hilos y sedas para los indios, aunque se fatigaba. Le obsesionaban los
salasacas del Ecuador. - Con estos hilitos, decía, compraremos salasaquitas.
En semana santa de 1949, le aparecieron en las piernas unos lamparones rojos que le causaban
acerbo dolor. A pesar de ello, asistió, en cuanto pudo, a los divinos oficios y reunió varias veces a
la comunidad para platicarle de cosas del espíritu. El domingo de Pascua, que fue siempre para
ella día de júbilo, lo pasó llena de decaimiento y de tristeza. Hasta miró sin interés la hermosa
estatua del resucitado que ese año se estrenaba. Para aliviar el estado de las piernas hinchadas
acudieron varios médicos, entre ellos los doctores Luis Tirado Vélez, Ignacio Vélez Escobar y
Alfonso Velásquez que emplearon tratamientos de penicilina, pero estos resultaron inútiles. Los
médicos, a pesar de su voluntad de oro, hubieron de confesar: ¡Sólo un milagro puede curarla ! Y
en las casas comenzaron novenas particulares al franciscano fray Martín de la Palma.
Desde el domingo 21 de agosto se llevó diario de su enfermedad. Y por él conocemos una serie de
pormenores y detalles de grande edificación. El 22 a las diez y media, el padre Aníbal Wiedemann
juzgó del caso administrarle la santa unción y así se hizo en presencia de toda la comunidad, que
respondía fervorosamente a las preces rituales. Concluidos los salmos penitenciales, las religiosas
entonaron un lindo y sentido canto mariano que comienza: "Oh Madre mía, quiero desde ahora", y
que puso en todos los corazones una intensa emoción. La Madre agradeció al padre capellán la
merced de ese santo sacramento: “Que mi Dios le pague, Padre. No se imagina de cuánto
consuelo ha sido esta ceremonia para mí”. Y añadía, mirando a las novicias: "Lo único que siento
es dejar estas muchachitas". A imitación de su Dulce Maestro, había de pasar por todas las
angustias de la pasión: su cabeza atacada de meningitis, padecía un intenso dolor. Su cuerpo
llagado, empezaba a gangrenarse y no podía moverlo sin ayuda de muchas manos. Estaba
clavada en la cruz y ni siquiera podía expresar sus martirios por estar privada del uso de la palabra
durante todos esos días. De la víspera de su muerte se ha contado un hecho misterioso: A él se
refiere el entonces capellán de Belencito, Padre Aníbal Wiedemann, en la revista Almas: La víspera
de su muerte se apareció en sueños a una de sus misioneras del Ecuador y le dijo: Vengo
visitando las casas de mis religiosas, para impartirles la postrera bendición. Esto es un sueño para
su caridad, pero para mí es una realidad, mañana espero la llamada del Ángel del Señor. Su
muerte causó conmoción en Colombia entera. Prensa y radio compitieron en pregonar la grandeza
de la vida que acababa de extinguirse. De las selvas remotas llegaron a Medellín las cartas de los indios empapadas en lágrimas. Prelados, sacerdotes y comunidades religiosas coincidieron en
glorificar a la Madre Laura como dechado de almas apostólicas. El padre Enrique Rochereau
escribía en el periódico El Tiempo, de Bogotá: "Pocos sospechan, quizás, que con la muerte de la
Madre Laura, se da vuelta a una de las páginas más extraordinarias de la historia patria". La Madre
Laura quería convertir su muerte en homenaje de adoración a Dios. En uno de sus "Lampos" dejó
hablar así su alma:
"¡Oh Señor omnipotente, cuya soberanía rendidamente reconozco ! Desde el fondo de mi nada te
alabo y cuánto diera porque mis alabanzas fueran dignas de tu grandeza. El que te alaba se
engrandece, tal es tu condición. Adorarte la nada, Dios mío, ya es convertirse en algo. Por eso, mi
omnipotente Señor, quiero adorarte y aclamarte, alabando tu soberanía con cuanto soy y cuanto
tengo. Pero ya ves, Dios mío, que soy nada y que mi poder es negación de poder. Pues entonces,
¿qué hago cuando digo que te alabo y adoro con cuanto soy, si soy nada? Y ¿qué hago cuando
digo que te alabo con cuanto puedo, si mi poder es pura negación de todo poder? Nada,
absolutamente ofrezco, pero engrandezco mi nada, porque el adorarte es engrandecerse. Dígnate
pues recibir por adelantado, ese homenaje y para que mi rendimiento sea tal que nada quede en
mí que no sea para tu honor y gloria. Quiero que mi muerte, es decir, la separación de mi alma y de
mi cuerpo, sea un homenaje de adoración ante tu soberanía.
Oh, ¿qué honor puede ser comparable al honor de adorarte y engrandecerte con la destrucción del
propio ser por miserable que él sea? Y como es cierto que he de morir, recibe, pues, grandeza
infinita de mi Dios, mi muerte y la destrucción de mi ser como un prolongado hilo de humo de
adoración y de incienso que se levante de mi lecho de muerte y de mi tumba, con la lenta
destrucción de este ser que me has dado y que delante de Ti se consume ahora, en un amor
comprimido y como estrechado por lo temporal. Y, qué paralelo, Dios mío. Noé después del
conflicto hecho por el diluvio, reconoció la infinita sabiduría de Dios levantando un altar sobre el
lodazal, quizás ya infecto de la tierra desjugada e ingrata y ofreció un holocausto que fue de tan
suave olor delante del Señor, que le valió la promesa de Dios de no volver a castigar la tierra con
un diluvio.
Pues he aquí que esta pobre criatura tuya, Señor mío omnipotente, después del diluvio de una
larga vida de pecado, imperfecciones e ingratitudes, después del diluvio de mis dolores de la tierra,
quiero que mi lecho de muerte y mi tumba sean el altar elevado sobre la ruina de mis días
temporales, tan llenos de miserias, para en él ofrendarle el holocausto de mi vida y que a ese altar
la muerte llegue como fuego sacro a consumir mi cuerpo, a liquidar mis fuerzas en tu honor, a
esfumar mi vida en reconocimiento de tu soberanía, Señor mío, creador de lo mismo que en ese
altar te sacrifico .Por lo tanto, es mi intención, Dios mío, que cuando de cualquier manera se me
anuncie que el término de mi permanencia sobre la tierra se avecina, entregarme al sacrificio,
como el cordero degollado sobre el altar se deja consumir por el fuego, a fin de que el humo
producido por ese cuerpo suba en suave olor de adoración ante tu soberanía.
Sí, escucharé entonces, llena de regocijo las palabras con que Dios promete al alma justa
perseguida, su recompensa: "Pobrecilla, le dice el Señor, pobrecilla, combatida tanto tiempo por la
tempestad, privada de toda consuelo: mira que yo mismo colocaré por orden las piedras y te
edificaré sobre zafiros y haré de jaspe tus baluartes y de piedras de relieve tus puertas y de piedras
preciosas todos tus recintos". Y así, de antemano, Dios de mi corazón, digo:
Sí, te diré en mi agonía,
sí, al extinguirse el aliento,
sí, al terminar de mi vida,
sí, al traspasar del tiempo.
Sí, en el dolor de mi carne,
sí, al deshacerse mis huesos,
sí, en el podrirse de mi sangre,
sí, en el cerrárseme el tiempo.
Quiero decir sí al moriry sí cantar al escuchar
el sí que tanto anhelo
y diciéndote sí, llegar al cielo.
Sí, dirá el humo de mi holocausto,
sí, el extinguirse del fuego
sí, las cenizas que llevan el viento,
sí, hasta Ti levantar el vuelo
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