El escritor sopetranero, Hernán Echeverry Coronado, en su libro “José María Villa, un genio desconocido”, describe en uno de sus capítulos, como fueron los últimos días del gran constructor del Puente de Occidente.
LA ENFERMEDAD DE VILLA
Los días iban transcurriendo insensiblemente, y el organismo de Villa se resentía en forma letal. No obstante, él continuaba luchando con el mismo ardor, con iguales bríos, sin dar muestras de su progresivo aniquilamiento.
Hasta que una mañana, de las primeras de noviembre de 1913, cayó abatido por el tercer ataque cerebral que ya no le perdonaría más la vida.
Después que le dispensaron las atenciones de urgencia en la clínica, fue trasladado a la casa, bastante inmóvil, pero consciente. La ciencia médica se declaraba impotente para restablecerlo, y anunciaba que de un momento a otro se produciría su deceso.
SU PROBLEMA RELIGIOSO
Él conoció muy bien el pronóstico, sin embargo aunque su familia se esforzaba por brindarle en este apurado trance todos los consuelos de la religión, como es costumbre en nuestro medio, ante nuestra sorpresa, él rechazaba firme al sacerdote ¿Por qué? La verdad es que en su existencia había caminado muy lejos de cuanto significase iglesia y clérigos.
La gente rumoraba que era masón, ateo, y no dejaba detener un poco la razón. La historia religiosa de su vida esclarece el problema: nació en un hogar católico, fue bautizado, confirmado e hizo la primera comunión. Después, con los años, fue abandonando las prácticas en que se había iniciado, sin renunciar, eso sí, a la fe católica, de acuerdo con la cual celebro su matrimonio y educó la familia.
Era un indiferente religioso y no un hereje, o un masón, o un ateo, como opinan muchos. Los dogmas de la Iglesia Romana fueron aceptados por él íntegramente; hasta donde llegan nuestras noticias, jamás perteneció a logia masónica alguna, aunque por su profesión tuvieron fuertes conexiones con los fundadores de esta secta; en ultimo termino, el máximo error, la máxima injusticia, es calificarlo de ateo, porque la idea de Dios era en él la más clara, la más arraigada.
El origen de sus desviaciones religiosas se encuentra, inicialmente, en su misma familia. De ella heredó esa frialdad en las practicas cristianas, porque sus padres, y en general sus tíos, abuelos, sobrinos, primos, si bien eran católicos, con algunas excepciones, se mostraron frecuentemente apáticos y retraídos para manifestarlo exteriormente. El creció, pues, en un ambiente falto de devoción, de fervor, impropio para formarlo, en consonancia con los preceptos evangélicos que son el ideal en donde deben inspirarse todos los educadores.
Por otra parte, influyó en él un gran desequilibrio entre sus conocimientos, frente a su poderosa inteligencia. Desequilibrio que en cierto modo, es consecuencia del primer factor, su instrucción religiosa, en comparación con sus demás conocimientos, era muy superficial. De donde no podía menos que explicarse a su manera, los problemas religiosos que su inteligencia le planteaba, y que la fe y la revelación dilucidan fácilmente. En 1867 él, o su compañero, por inspiración suya, escribió el artículo que le costó la expulsión de la universidad.
“Si es posible la envidia en el cielo
Y que un ángel albergue soberbia,
Con horror de ese cielo reniego,
Pues prefiero las penas eternas”.
Por todo eso, Dios no lo dejaría morir impenitente. Él, que es tan ansioso de almas, ¿Cómo iba a permitir que se perdiera esta? Hacía más de veinte días que sus parientes y los intelectuales medellinenses velaban junto a su lecho, pero inútilmente. A pesar de tanto empeño como gastaban, Villa proseguía enérgico, rechazando al confesor.
En circunstancias tan aflictivas se pidieron oraciones en los conventos, y María, su hija predilecta, decidió que nadie le volvería a hablar de ese tema, dejando el caso en manos de Dios y del Padre, Enrique Uribe, a quien confió la realización del milagro. Lo que él no lograra, ya no se lograría, ¿Por qué quien con más influencia sobre Villa que él, uno de sus amigos personales más dilectos?
Le anunciaron a Villa que el Padre Uribe quería visitarlo, y acepto complacido. Cuando lo vio llegar, en tono chancero le preguntó:
-Dígame, ¿viene en calidad de sacerdote o de amigo? El Padre le respondió con una sonrisa y se sentó a su lado. Conversaron durante una hora. Al retirarse tuvo la satisfacción de oír: -Padre, me mortifican las visitas, pero a usted le pido por favor que vuelva. La gracia divina comenzaba a penetrarlo, y sentía el consolador influjo sacerdotal en estos trances.
Las entrevistas se renovaron en privado, diariamente, hasta que una tarde, por allá a la octava o novena, el Padre Uribe salió de su secreta conferencia con la faz radiante, supremamente emocionado. Y no era para menos. Villa acababa de reconciliarse por medio de la confesión, con ese Dios que él mismo descubrió a través de las incógnitas, según sus propias palabras, y que inmediatamente lo visitaría.
Mientras el padre iba por el sagrado viático; sus familiares, locos de contento, disponían lo necesario para recibir al más grande amigo de los hombres que tanta prisa tomaba para llegar a su alma. Villa pidió que lo incorporasen un poco y le ayudasen a la debida preparación que la piedad aconseja. Así se hizo. Y momentos después, se oía la campanita que anunciaba a Nuestro Amo, dentro de esa casa, en donde se lo esperaba con ansiedad. El ministro del señor penetró al aposento, y con paso calmado se dirigió a la mesa que sirve de altar en estas emergencias. Villa lo siguió, con la mirada fija en el cáliz que portaba balbuceando alabado sea Dios, mientras dos gruesas lágrimas corrían por sus descarnadas mejillas. Comulgo, y en los días subsiguientes continúo alimentándose del mismo pan.
Recibió los santos oleos para morir como un verdadero católico. El 3 de Diciembre de 1913, sin una queja, como quien se duerme para despertar a la mañana siguiente, se durmió para la eternidad en brazos de María, su hija, y en brazos de María, su madre celestial, dejándonos el ejemplo de su vida y la gloria de poderlo contar entre los hombres superiores de Colombia, ya que como dijo con justicia Monseñor Francisco Cristóbal Toro, al meditar en la obra fecunda de éste, “José María Villa no solamente fue un ingeniero o un matemático, José María Villa fue un genio”.
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