Dorada tierra iluminada por la luz de mis cálidos recuerdos. En un día cálido de enero volví a la arboleda que, como una isla perdida, irrumpe la llanura, bordeada por el río. Es un pequeño bosque de viejos guaduales, cuyas cortezas añosas son testimonio de bellas historias.
Esa mañana, el cielo mostraba un azul muy limpio y el sol madrugador enviaba sus primeros rayos sobre la llanura. Muchas veces había estado allí, compartiendo bajo la frescura de los guaduales, el hogar de las mirlas entre la maraña tupida del ramaje, habían construido su imperio. En la primera hora del dia, un concierto de cánticos, arrancaba notas sublimes.
El llano era un espacio cruzado por un escuadrón de garzas, mientras entre los viejos guaduales, gorjeos de amor, daban iniciación a la renovación de la especie.
Eran numerosas mirlas pardas (gogoas), en permanente algarabías con sus vuelos cortos, rítmicos y rasantes por entre el estrecho tejido del follaje.
Me llamaba la atención aquel ceremonial maravilloso, donde la arrogancia de los machos y la picardía solapada de las hembras; brindaban la más sobrecogedora manifestación de belleza natural.
Hoy he vuelto y no las he encontrado; llegué muy temprano para ocupar el lugar de siempre y ellas no estaban. Un mal presagio fue el advertir que la casita antigua de paja y bahareque que se encontraba cerca había sido derrumbada para dar paso a una nueva construcción en total contradicción con el paisaje.
Volví a los guaduales, estaban solos con el peso de los años, sus ramas parecían fantasmas sin el festival de cánticos y gorjeos de otros tiempos, las mirlas abandonaron el entorno en que reinaron por generaciones. El silencio que imperaba, sólo lo rasgaba el estridente ruido de una chicharra solitaria. Hoy sólo danzan entre los guaduales las hojas secas en su lúgubre caída.
Regresé bien entrada la mañana, paso entre paso, alejándome de aquel oasis triste y desnudo, mientras en mis recuerdos revoleteaban las gogoas ausentes, se escuchaba el ruido ronco de un camión ganadero y su estela de polvo gris divisada a poco distancia, notificaba el advenimieno de otros tiempos. Los guaduales deben estar preocupados
Esa mañana, el cielo mostraba un azul muy limpio y el sol madrugador enviaba sus primeros rayos sobre la llanura. Muchas veces había estado allí, compartiendo bajo la frescura de los guaduales, el hogar de las mirlas entre la maraña tupida del ramaje, habían construido su imperio. En la primera hora del dia, un concierto de cánticos, arrancaba notas sublimes.
El llano era un espacio cruzado por un escuadrón de garzas, mientras entre los viejos guaduales, gorjeos de amor, daban iniciación a la renovación de la especie.
Eran numerosas mirlas pardas (gogoas), en permanente algarabías con sus vuelos cortos, rítmicos y rasantes por entre el estrecho tejido del follaje.
Me llamaba la atención aquel ceremonial maravilloso, donde la arrogancia de los machos y la picardía solapada de las hembras; brindaban la más sobrecogedora manifestación de belleza natural.
Hoy he vuelto y no las he encontrado; llegué muy temprano para ocupar el lugar de siempre y ellas no estaban. Un mal presagio fue el advertir que la casita antigua de paja y bahareque que se encontraba cerca había sido derrumbada para dar paso a una nueva construcción en total contradicción con el paisaje.
Volví a los guaduales, estaban solos con el peso de los años, sus ramas parecían fantasmas sin el festival de cánticos y gorjeos de otros tiempos, las mirlas abandonaron el entorno en que reinaron por generaciones. El silencio que imperaba, sólo lo rasgaba el estridente ruido de una chicharra solitaria. Hoy sólo danzan entre los guaduales las hojas secas en su lúgubre caída.
Regresé bien entrada la mañana, paso entre paso, alejándome de aquel oasis triste y desnudo, mientras en mis recuerdos revoleteaban las gogoas ausentes, se escuchaba el ruido ronco de un camión ganadero y su estela de polvo gris divisada a poco distancia, notificaba el advenimieno de otros tiempos. Los guaduales deben estar preocupados
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