ITUANGO Y SUS SEMBLANZAS. RELATOS DE VIAJES.
FINCAS CUNÍ Y TACUÍ.
Eran los años 70 y 80, cuando a los niños de nuestra generación comenzaban a hablar de llevarnos a Medellín de paseo, lo que se mencionaba, era una historia de cosas nuevas, en Ituango, no había casi nada por ver o disfrutar y tal invitación era la mejor de todas. ¿Quién no soñó con conocer Medellin?
El día anterior o tal vez, los días anteriores al viaje, era imposible dormir; no nos permitía conciliar el sueño, vivenciar las historias que nuestros hermanos mayores contaban de la ciudad, nos deslumbraba escuchar que había edificios tan altos y que mencionaran los sitios de encuentro de los Ituanguinos, nos hacía imaginar toda una aventura que producía desvelos.
Todavía de pantalones cortos y comprometido a cumplir todas las indicaciones de la mamá: "no se suelte de la mano", "si se pierde se queda dónde se perdió que yo lo busco", "manéjese bien en la casa donde vamos", y hasta un "no se vaya a orinar en la cama", sino acá arreglamos cuando lleguemos, insinuaba mamá cambiando el tono de voz... No eran un pedido, eran órdenes y punto. Así, No se orina nadie. ¡Qué tal!
Emprendíamos el viaje en una "Machaca" de Coonorte, casi siempre a las seis de la mañana. Decía mi mamá que era la mejor hora para que conociera el paisaje en el trayecto. Una vez cogíamos la trocha de esos tiempos, no habíamos llegado a los Galgos cuando ya el mareo, nos revolvía el cuerpo y ese olorcito a gasolina y cigarro invadía todo el bus y nuestras entrañas.
En fin, cuando podíamos, ante los remezones del vehículo al caer de hueco en hueco, sacábamos la cabeza para conocer de cerca las breñas peladas del cañón del Cauca y en el fondo un luz de agua que creía yo, era el río Ituango; en mi historia no existía sino esté río; el cauca, ni de nombre.
Después de bajar dejando una estela de polvo o pantano, nos encontramos con lo que sería y es el ícono afectivo de los Ituanguinos. Nunca habíamos visto un puente tan inmenso y colosal, el bus pasaba despacio como si el chofer supiera que lo estábamos conociendo.
Pasarlo desde ese día, se volvió un ritual que nunca dejamos de rezar y disfrutar. Fue siempre el límite entre el amor espiritual y el amor verdadero. Llegar a él, era estar en Ituango y punto.
¡Ya salimos de Ituango! escuché entre dientes a mi mamá decirlo, sin embargo, no deje de mirar ese río borrascoso que serpenteaba el cañon. Que miedo caer a sus aguas, le decía a mamá, mientras me aferraba ella en cada remezón que el vehículo daba al salir de un hueco para entrar a otro y la llanta izquierda besar el precipicio. Al final, en un recodo de la carretera se perdió ese río inmenso que ese día conocí y que no era el río Ituango
Despacio, como si fuera una aventura de reconocimiento, el vehículo comenzó a subir por entre un cañón de piedra, no veía nada interesante, ya no se veía las breñas peladas; la vegetación cambiaba y se lograba apreciar vegetación y verde. Cansado de bailar en el carro entre bache y bache y medio mareado por el recorrido, me encontré de frente y sin pensarlo con una especie de valle pequeño que se abría a lado y lado de la carretera.
No había visto tanto ganado junto, animales a cada lado de la vía engalanan unos pastizales bien tenidos. Fue mi primer encuentro con una tierra "asentada", mi vida había crecido a los pies de las imponentes montañas Ituanguinas.
Lo más hermosos vino después, de frente me encontré con una casa inmensa de dos pisos vestida de blanco y rojo, rodeada de corredores enchambranados en el segundo y primer piso. Unos patios inmensos que se extendían como las mangas de la finca y una carretera destapada linderada de cerca viva de inmensos árboles en medio de vallados en piedra que unía la entrada a la casa, desde la carretera principal.
Sin duda, en mis años tiernos, no había visto una casa tan grande y hermosa y una finca cargada de ganado como la que ese día disfruté. Sé, que en nuestro pueblo había muchas haciendas iguales o mejores, fincas que conocí después que crecí, pero ésta se me quedó en la retina, porque no hubo un viaje de ida o vuelta a mi pueblo, sin esperar pasar despacio para admirarla. Se volvió un referente, allí, sin pensarlo y sin saber por qué desee vivir en una casa así con corredores en redondo y colorida.
No habíamos caminado trescientos metros cuando me encontré de frente con unos corrales empedrados; se trataba de corralejas y división de potreros que salían de los alrededores de la casa y se perdían de la vista en largos recorridos hacia las mangas de pastoreo.
De niño, nunca me pude explicar cómo hacía la gente para encarrar tan uniformemente esas rocas unas con otras sin derrumbarse. (Hoy quedan algunos vestigios en lo que se denomina Puerto Brujas) ni la represa, ni la mano destructora de la modernidad y el desarrollo las desencarró de su lugar, ni de mi mente. La gente, que imaginé yo, eran trabajadores, se confundían con las reses, y se veían por montones en diversos lugares de la Hacienda.
Sé, porque así lo siento, que muchos de mi edad recuerdan con admiración las fincas Tacuí y Cuní y quisiera, que si hoy queda algo de la casa, pudiera ser conservada y visitada. Algunos de mis paisanos, tienen los mismos recuerdos míos, de lo que fue la otrora hacienda Cuní y Tacuí de la que se decía: Cargaba cinco mil cabezas de ganado y generaba muchísimos empleos.
En fin... El viaje continuó y me llevó a la gran ciudad. Allí, encontré un pueblo con más gente, carros y casas. Ituango en una dimensión más grande y ruidosa; recuerdo con admiración que al pasar por edificio Coltejer, sin soltarme de la mano de mamá, miré fijamente su cúpula puntuda que saludaba el cielo en el firmamento; y cómo, al mirarla fijamente, sentía que se movía y que se venía hacia a mí. Me perseguía el edificio mientras caminaba mirándolo. De este encuentro me despertaba siempre las palabras de mamá que me decía: "muevase pues, se embobó" y con un tirón de manos me sacaba de tal embotamiento.
Conocer Medellin por primera vez, no me dejó dormir las noches previas; de estos desvelos, rescato mi encuentro con el Coltejer moviéndose a mi paso. Pero no olvido y nunca olvidé el paso por el Valle de Toledo sin mirar la infraestructura colonial de las fincas Tacuí y Cuní, Que saludaba el cielo en el horizonte.
De vuelta a mi pueblo, sin haber conocido mucho de la ciudad, sentía la necesidad de encontrarme con esta finca y con el puente Pescadero, siempre fue un disfrute enorme hacerlo. Era encontrarme conmigo mismo. Era hallarme.
Hoy, después de conocer la historia de estos dos sitios, entiendo el motivo: nuestra historia ancestral no se desliga de nosotros; tanto Tacuí, Cuní y Pescadero (Bedrunco), fueron la cuna de la etnia Nutabe que pobló nuestras tierras y que son nuestra familia.
Visité Medellín ese día para "conocer" cosas nuevas y mi memoria no recordó aquellas, se quedó en el tiempo con la tierra de mis ancestros, con mi etnia y mi raza; supe por siempre que nuestros pueblos estaban inexorablemente, ligados a nuestra existencia. Y que como dicen por ahí, nos podemos ir de nuestro pueblo, pero él nunca, se irá de nosotros.
NOTA BREVE: Fotografías de Mario Enrique Fdez Velez y familia Fdez Vélez. De la finca Cuní, fueron sus dueños por muchos años los señores Antonio Ochoa y Mario Fernández.
Tacuí, Cuní y Bedrunco (pescadero), derivan sus nombre de dialectos indígenas que le daban significación a los lugares.
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