Busco un lugar dónde comer. El ruido de los buses me ofusca mientras cruzo el parque de El Periodista, que apenas comienza a tomar vida. Sólo encuentro patacones fritos, empanadas, arepas de queso… Camino hacia La Playa, pero en esta avenida también predominan las comidas rápidas.
La oferta de la calle, refrita y envuelta en un vaho de aceite quemado, un modelo importado que sepulta nuestra sazón en un olvido falsamente cómodo, arrinconó en los recetarios empolvados de las cocinas y en los pilones de las fincas, la memoria ancestral.
Recetas de la abuela
Al no poder encontrar una comida antioqueña propiamente dicha, ni siquiera unos fríjoles de los que el paisa se ufana, comprendí que muchas de las costumbres se han perdido y que es muy difícil distinguir la identidad gastronómica en las calles de nuestra ciudad.
En Colombia ya no nos reconocemos a nosotros mismos. Muchos creen que la bandeja paisa es el plato insigne del país, ignorando la diversidad de las regiones. Además, existe una gran barrera entre la ciudad y el campo, estamos desconectados de nuestra verdadera esencia: la tierra.
En medio de esta desazón rememoro a mi abuela, rodeada de plantas florecidas en su balcón, con sus manos callosas sobre su estómago, mirando la ciudad. Muchas de las historias de su pueblo, Ituango, me las ha contado mientras abona las plantas o prepara alguno de sus manjares.
De su finca hoy sólo queda el recuerdo de una posada arriera. Antes de huir en la Época de la Violencia, intercambiaba papa, maíz y fríjol por frutas como guanábana o guayaba. En ese entonces no existían monocultivos, las personas se abastecían sin degradar sus terrenos.
Cierto día, encontré a mi abuelita doña Carola preparando un amasijo que yo nunca había visto. Majaba fríjoles del día anterior. Un olor a chicharrón se apoderaba de la cocina. En un costado reposaban plátanos maduros. La miraba fijamente en su rito culinario. De pronto me señaló el machete colgado en la pared y me pidió que cogiera unas hojas de bijao en el solar. Tenía curiosidad por ver lo que preparaba. De regreso a la cocina, ya estaba sacando los maduritos fritos del sartén y tenía reservados los fríjoles y los chicharrones. Me dijo que había que quemar las hojas para que soltaran sabor y engrasarlas con manteca. “¡Esta torta de frijoles va a quedar…!”. No la hacía desde que se vino de Ituango. Todos los viernes la preparaba con sus hermanas y su mamá.
Mezcló todos los ingredientes y los vertió sobre las hojas. Metió la torta en el horno y me dijo que esto nunca lo ha visto hacer en Medellín.
La vieja Medellín
Me instalo en una de las bancas de la Plazuela de San Ignacio e imagino a mi abuela cuando llegó a Medellín hace 50 años.
En la década del 60 no había tantos restaurantes y la mayoría de la gente iba a su casa a almorzar. Junín, el Parque de Berrío y la Avenida Oriental quedaban vacías, todos suspendían sus labores. El aroma a costillas fritas, a sopa de guineo, carne desmechada, a posta o bistec, se disolvía por las calles de los barrios. Era la hora en que la familia departía y contaba anécdotas. Los niños que llegaban sucios del colegio eran recibidos con su plato de sopa caliente.
De la cocina antioqueña se sabe muy poco, los paisas creemos que todo lo que lleva fríjoles se llama bandeja paisa y la queremos llevar hasta los más recónditos lugares. Esta preparación se dio por el potencial energético que necesitaban los arrieros y los jornaleros en las fincas. Pero de paisa sólo los fríjoles, el maduro, el maíz en la arepa y el aguacate. El resto de los ingredientes son inserciones de los españoles.
Después de ir al supermercado me dirijo al barrio La Milagrosa, donde vive mi abuelita doña Carola. En mis manos llevo los ingredientes para que preparemos la torta de fríjoles.
laurita_areiza@yahoo.es
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